En su charla “Images of God”, Alan Watts cuenta la historia de un astronauta que viaja al espacio y al que, al volver, le preguntan si había estado en el cielo y había visto a Dios. El astronauta responde que sí. Entonces le preguntan, “Bueno, ¿y qué pasa con Dios?”, a lo que responde: “Ella es negra”.
Si esta historia nos desconcierta o produce risa, es posible que sea porque desde hace muchos siglos, al menos en Occidente, al menos en Colombia, no concebimos ni representamos a dios como una mujer, sino, como bien se puede ver en cualquiera de la mayoría de los templos y escritos religiosos dominantes, como un hombre viejo.
Se puede plantear que no, que dios no tiene sexo, lo cual, en realidad, no es tan cierto. Si fuera tal, daría lo mismo hablarle (si le hablamos) de señora o diosa. ¿Da lo mismo realmente? ¿No sería extraño ver escrito, por ejemplo, “la casa de la señora”, en femenino y en minúscula, que “la casa del Señor”?
Ahora, el sexo de la entidad superior es apenas un aspecto, que parece menor frente a preguntas sobre si existe, tiene conciencia o tiene un carácter ordenador o no. Sin embargo, si asumimos que el lenguaje es el filtro con el que nos relacionamos con el mundo, con el que damos importancia y diferenciamos lo que nos rodea, algún efecto debe tener que la entidad superior con la que nos relacionamos (si lo hacemos) sea un hombre que siempre se escribe con mayúscula inicial, algún efecto en la idea que tenemos de lo que asumimos como femenino y masculino y un efecto distinto si uno se asume como mujer, hombre o no binario.
Detenerse en esta relación es un gran ejercicio que, en realidad, nos puede dar más ideas sobre nosotros que sobre la entidad como tal. No se requiere mucho para generar el desconcierto: tan solo empezar a nombrar a esa entidad con el sexo opuesto al que utilizamos a diario. Quizás nos ayude a recordar la cantidad de respuestas que damos por sentadas, en buena medida establecidas por donde hemos nacido.
En ocasiones, recibimos estas respuestas incluso antes de que nos hiciéramos las preguntas. Esto no significa que sean ciertas, sino, solo, que alguien más asumió que eran las correctas y que bien valía que las asumiéramos como tal.