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Opinión: Autoriza Coljuegos

“Me alegra ser inmune a esta estampida de casas de apuestas y me gustaría que alguien hablara de las vidas que están destruyendo”.

Un día las casas de apuestas no existían y al siguiente estaban instaladas en nuestras vidas. No hace falta recordar sus nombres, usted los tiene todos grabados gracias a la cantidad de comerciales que hay sobre ellas. Llegaron en avalancha y todas juntas suman en un negocio que no para de crecer. La actividad creció un cien por ciento en el país entre 2020 y 2021, y para este 2022, mundial de fútbol de por medio, alcanzó la bestialidad de hasta cien mil apuestas diarias, lo que quiere decir que ha movido en este año unos 26 billones de pesos.

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Y sí, que todo esto es muy bueno para la salud, según dicen, porque muchos recursos van a ese sector, pero afirmar tal cosa, que no es mentira, es de alguna forma blanquearle la cara a un negoció que podrá ser legal, pero que no deja de ser raro, por decirlo moderadamente. En sus comerciales intentan ser chistosos y son más bien vulgares, invitando a la gente a apostar como si fuera divertido, inofensivo incluso. Unos cuantos pesos nada más.

Es como darle licor a un alcohólico, pero sin ningún tipo de control, porque al menos la publicidad de trago está regulada. La de apuestas deportivas, en cambio, está desboscada. Parece que solo ellos tuvieran dinero para pautar, y es una fortuna poder ver algo de fútbol en medio de tantos comerciales sobre el tema. Y al final no pasa nada porque “Autoriza Coljuegos”, que es la cortinilla que suena al final, como si todo estuviera bien. No recuerdo, al menos en la historia reciente, una frase que haya servido tanto para lavar la imagen de algo.

Y aclaro que no pretendo criticar al negocio del que comen miles de colombianos, solo me llama la atención lo invasivos que son, como si tuvieran salvoconducto para aparecer cuando se les da la gana. Nadie menciona en dichos comerciales la palabra ludopatía, así como no se habla de enfisema pulmonar, cirrosis o diabetes cuando de vender cigarrillos, alcohol o golosinas se trata; todo muy conveniente. ¿De qué depende que unos placeres se censuren y otros no? ¿Meros caprichos personales del gobierno de turno o eficientes gestiones de lobby?

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Así como nunca me gustó la pólvora porque de niño vi entrar al hospital donde esperaba para ser atendido a dos jóvenes inconscientes con boquetes de carne en todo su cuerpo por un accidente con juegos pirotécnicos, nunca me llamaron la atención las apuestas porque vi la caída, gradual pero inevitable, de uno de los mejores amigos de mi papá. De millonario que era invitado a jugar en los mejores casinos de islas del Caribe como Aruba y Bahamas, a prácticamente un indigente irreconocible. Sin dinero, sin familia y ahora sin salud, es de las decadencias más fuertes que me ha tocado presenciar. No digo que le pase a todo el mundo, pero ante un riesgo de ese calibre debería haber mejores planes de choque y una reglamentación más fuerte que unas letras pequeñas diciendo que apostar en exceso es malo.

Durante la universidad suspendí un semestre para trabajar en Atlantic City, destino que escogí porque allí se movían increíbles sumas de dinero por cuenta de los casinos. Trabajé en dos de ellos, alcancé a ahorrar una cifra más que respetable y pude ver también cómo los apostadores compulsivos perdían noción de todo y dejaban de ser personas. Nunca aposté una sola ficha así haya tenido incontables oportunidades, porque mi objetivo era construir una pequeña fortuna, no dilapidarla. Con esto no me siento mejor que nadie, que yo también tengo mis vicios, solo que son otros. Lo único que digo es que me alegra ser inmune a esta estampida de casas de apuestas y me gustaría que alguien hablara de las vidas que están destruyendo.

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