De un momento a otro, la alcaldesa Claudia López resolvió prescindir de la seguridad ciudadana. Y de la ley.
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Con la investidura de jefa, decidió pelear con sus subalternos, los expuso ante el resto de la sociedad como asesinos y abusadores, los dejó al garete mientras una parte minúscula pero altamente violenta de esa sociedad los atacaba y destruía sus oficinas. Sin más fórmula de juicio que su acendrado populismo, decidió no solo salir de ellos, sino que los ha convirtió en sus enemigos. Pero esto es apenas el comienzo: con sus actitudes, sus pronunciamientos, sus espectáculos públicos usando el dolor de las víctimas y generando una anomia (ausencia de ley), Claudia López ha despejado la ciudad para beneplácito de los anarquistas vándalos, de sus patrocinadores e instigadores que no dudan en mostrar sus claras intenciones de llegar al poder por la vía del caos. Y para desgracia de la mayoría de habitantes de Bogotá, les ha cedido el poder, les ha dado el control. Dejó de gobernar para dedicarse, de nuevo, al activismo político que ha sido su vida.
Este escenario se construyó a partir de un hecho desgraciado fortuito que sirvió como el detonante perfecto para los agazapados criminales asociales anarquistas. El brutal asesinato del estudiante de derecho Javier Ordóñez a manos de unos criminales policías fue la chispa perfecta para reavivar el gran incendio de los pirómanos populistas, quienes por gracia de la pandemia solo descansaban de la tarea iniciada en noviembre del año pasado.
Prendida de nuevo la llama, una Policía atacada inmisericordemente mientras su jefa les daba la surrealista orden de no disparar para defenderse de unas hordas enceguecidas por el odio incrustado por la radical ideología, caída la noche esa Policía quedó inmersa en la red del caos y no solo disparó en defensa propia, sino que empezó a confrontar a toda la ciudadanía como enemiga; los disparos se volvieron indiscriminados, los uniformados se hicieron turba también, hicieron de su acción un solo cuerpo solidario y agravaron al límite las consecuencias. El saldo de muertos y heridos tras llegar la luz del día era la evidencia incontrastable de una batalla campal y sin cuartel entre policías y las hordas; las balas, cuchilladas, golpes y destrozos también alcanzaron a ciudadanos inocentes. ¿Cuáles murieron (14) o fueron heridos (300) participando en los disturbios, atacando a policías (165 heridos) o porque pasaban ajenos al caos por allí? Lo dirán los forenses, la Fiscalía y los jueces. Si los disparos o golpes fueron hechos por policías sin justificación, no en defensa legítima, sobra decir que deben ser objeto de duras condenas de cárcel. Si ello eso ocurrió así, les corresponde a los investigadores y jueces dictaminarlo, no a usted ni a mí ni tampoco a las autoridades administrativas. Empero, la jefa de policía ya emitió las condenas ipso facto y sometió a la atacada Policía a actos adicionales de humillación pública inédita.
Tener la certeza de qué fue lo que realmente pasó en la noche del caos, quiénes fueron los asesinos o agresores de cada víctima civil (de los policías heridos poco o nada se ha ocupado ella) y su grado de responsabilidad, y hacerlo como primera autoridad de la ciudad transcurridas apenas unas horas, no solo es altamente irresponsable y absurdo, sino que constituye una gravísima violación de los deberes y obligaciones que la Constitución y las leyes le imponen a su investidura. Pero ella decidió la anomia con activismo. Cuando ya era evidente, la tarde del miércoles, que el desmadre se volvía incontenible, se empecinó en no dictar el necesario toque de queda que hubiese evitado buena parte de la sangre, destrozos y tensión que padeció Bogotá en las horas subsiguientes. Responsable por omisión.
DE LA DICTADURA AL CAOS
Lo paradójico es que, hasta la semana pasada, Claudia López había revestido de las más draconianas facultades a la Policía para encerrarnos, obligarnos a salir solo a determinados momentos y lugares, a portar el tapabocas, guardar el distanciamiento, lavarnos las manos y someternos al inútil registro de temperatura, so pena de que algún uniformado no solo nos impusiera un comparendo, sino que incluso nos llevaran presos.
De ese empoderamiento dictatorial con la excusa de contener la pandemia que no se contuvo y que ya supera los 6 mil muertos (Bogotá tiene la cifra # 25 de muertes comparada con países del mundo), Claudia López se pasó al lado de la ingobernabilidad, la desinstitucionalización y el abandono de la seguridad ciudadana como principio esencial de la civilidad. Para ella no tiene mayor importancia que 45 CAI, decenas de camionetas, motos y 14 buses articulados de Transmilenio hayan sido destruidos y más de 200 tantos vandalizados. Olvida o pasa por alto que no es “lo material” lo que ahí se redujo a cenizas, es el concepto de autoridad, de civilidad, de sociedad, de respeto institucional a lo que es de todos, pagado con el sudor de los impuestos. Y lo que representan en servicio de seguridad y transporte a más de 8 millones de personas.
A Claudia no le importa. Está dedicada al activismo, a estructurar una aspiración presidencial futura cultivando la imagen de enfant terrible, de contra corriente, de transgresora de la normalidad. Lo que no parece entender es que ese monstruo de la anarquía y de la desinstitucionalización sobre el cual está montando su campaña, la puede devorar mucho antes de que termine su período en la alcaldía.
ANEXO. Requiere, urge la Policía una reforma profunda, desde la formación que se muestra tan débil, tan carente de principios, tan pobre en la selección de a quién se le da un uniforme y un arma oficial. Si bien puede decirse que la Policía es un reflejo, uno más, de la sociedad, el objetivo es que lo sea de sus mejores elementos, no de aquellos que la ven solo como oportunidad laboral y no como vocación de servicio. Con mayor razón cuando los fenómenos que debe enfrentar, desde el muy bajo respeto a la autoridad que tiene el colombiano promedio hasta la altísima criminalidad, exigen la mejor preparación profesional posible.
Melquisedec Torres
Periodista / abogado
@Melquisedec70