La regla general en Colombia y muchos países es que los presidentes gozan de casi total inmunidad e impunidad. De otra manera no les sería posible un ejercicio cabal del poder; un presidente de una Nación suele cometer muchos delitos insalvables – por acción u omisión – pero el grueso de esas conductas hace parte de la estructura institucional que los blinda de tener que responder por ello. Y cuando deban hacerlo, los mecanismos estatales para investigarlos y juzgarlos tienen tal cantidad de puertas, cerraduras, llaves y entresijos que, finalmente, suelen pasar a la posteridad inmaculados en sus antecedentes judiciales.
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Este escenario que planteo corresponde, en promedio, al de países similares a Colombia en los que, si bien opera la democracia teórica, la práctica tiene debilidades constantes y por ello el exceso de poder presidencial se erige como el bastión que la sostiene. Véase no más que el Presidente de Colombia, según la Constitución, simboliza la unidad nacional y es Jefe de Estado, Jefe del Gobierno y Suprema Autoridad Administrativa.
Suele pasar entonces que, al terminar el ejercicio de enorme poder de que gozan, se retiran a sus cuarteles de invierno a ejercer como gurúes de sus partidos, maestres del gran saber político, conferencistas en otros países, montan fundaciones o simplemente administran el legado histórico de sus gobiernos a través de bibliotecas. Si bien no tenemos acá la prudencia y el alejamiento casi total de los expresidentes que se observa en otras naciones, nuestros “muebles viejos” (como los llamaba López Michelsen y se llamaba a sí mismo) no traspasaban el límite de simplemente opinar, escribir columnas o meterse de cuando en vez en las refriegas de sus partidos políticos.
Álvaro Uribe Vélez rompió totalmente ese muro, traspasó los límites acostumbrados de esa prudencia venerable y se salió de la tradición. Se hizo Senador de la República y, por lo tanto, descendió unos cuantos escalones desde el solio de Bolívar para, literalmente, liarse a puñetazos con quienes han osado y osan controvertir, denostar o vilipendiar su obra de 8 años de gobierno e incluso remontarse a sus épocas de juvenil director de la Aeronáutica Civil (tenía 28 años) para endilgarle un sinnúmero de delitos y conductas criminales. Aún más: salirse de esa burbuja de expresidente Sensei le ha costado que a la memoria de su padre también le caiga lodo.
Como expresidente gozaría de, si no respeto mayoritario, por lo menos de mínima atención y muy poco contacto con los banales asuntos de la política diaria. Poco a poco se irían alejando esos fantasmas – de errores y delitos – que acompañan a un exmandatario hasta la tumba. Belisario Betancur lo sabía y lo supo siempre por lo cual descendió al sepulcro sin siquiera haber tenido la obligación de rendir cuentas históricas por los hechos del Palacio de Justicia y el Desastre de Armero.
En ese terreno fangoso al que decidió bajar, Uribe ha perdido la coraza con la que se arropa a los expresidentes que deciden transitar por el camino dulce del retiro del poder sin aspavientos mayores. Hace una semana recibió la más dura trompada de manos de otro de los altos poderes que hoy lo tratan como un civil más, apenas cubierto por un nimio fuero de congresista. Y quizá haya otros golpes pendientes. Está pagando el costo altísimo de despojarse, a conciencia, de la inmunidad y la impunidad expresidencial.
Melquisedec Torres
Periodista / Abogado
@Melquisedec70