Los samanes, plantados hace un siglo por migrantes japoneses, se entrelazan, abundantes y espigados, para formar un sendero que más parece jardín zen. Cuando hay tormenta, relámpagos vienen y les laceran el tronco. Entonces se hace preciso resguardarse. No vaya a ser que el destino escoja un trueno como cómplice y la imponencia del paisaje como escenario para una electrocución épica. El cielo cambia de soleado a gris, violeta o naranja en instantes.
Estoy galopando por el Valle del Cauca, donde ando buscándome exilio, entre hectáreas de caña y bosques recuperados. El viento refresca la frente. Toda ansiedad se disipa. Yo aquí, a expensas de Cleopatra, noble yegua, en inmejorable compañía y escoltado por Pirulo, perrito cuyo tamaño reducido no le impide apresurarse a acechar el vuelo de los pellares… una de las muchísimas especies de aves de todas las tonalidades y dimensiones imaginables que pueblan o visitan la región.
De súbito mi anfitrión y yo debemos detenernos. Un rebaño de corderos se nos aproxima anunciándose con el ‘baaaah’ de rigor. Me siento turista en un parque temático del cine y la ‘vallecaucanidad’. Una experiencia que mezcla La mansión de Araucaima (versión Caliwood) con María. Tengo por hospedaje una hacienda de principios del siglo XVIII que antes fuera claustro jesuita, restaurada gracias a la pasión de sus propietarios y custodios. Si hace mucho calor, bien puedo sumergirme en una pileta larga que desemboca sobre un lago donde, al atardecer, los murciélagos que habitan el níspero bajan a hidratarse, planeando en círculos, cerca de la superficie. Tengo por vecinos a, calculo yo, dieciséis perros amistosos de todos los tamaños, temperamentos y pelambres posibles. Un paraíso, en el sentido canino de la expresión.
Aquí, muy cerca, viven búfalos. Sus miradas son apacibles y su fortaleza intimidante. Alrededor abundan anfibios, peces y lagartos. Sobre la grama yacen las conchas en espiral de lo que días atrás fueran moluscos de tierra y hoy banquete devorado por el águila caracolera. Unas guacamayas, jacarandosas, van regalándonos sin descanso las notas de su canción, mientras atardece. Ayer, no más, nació una potranca. La orgullosa abuelastra humana, nos llevó a presentárnosla. Tanta vida pugnando por emerger conmueve. Hay flores. Una es la ‘de Jericó’. Otra, la de la pitahaya roja, con su aspecto tan prehistórico. Pero esas son sólo dos. El campo anula el tedio dominical. Los afanes parecen irse disipando y devolviéndole su lugar sagrado a la contemplación.
Sigo mirando, embelesado, aquello que para los lugareños será cotidianidad, pero que para mí es expedición naturalista. Comienzo a preguntarme si no habría sido o si seguirá siendo más sensato abandonar la obsesión superpobladora de hacinarnos en ciudades y así rendirnos a la magia de la ruralidad. A aquel universo de ríos y ‘verdores’ al que los capitalinos tendemos a mirar con desdén, producto, está claro, del desconocimiento y la falta de contacto. No a ese campo marginado, alejado y palúdico que algunos tienen en sus mentes, sino a uno sostenible e infraestructuralmente digno, aunque al tiempo liberado del influjo de la codicia humana. Uno debidamente preservado en esa multiplicidad de verdes, vidas y aguas que, de no ser por las ambiciones industriales y la desconsideración personal de tantos, podría constituir la salvación de este tesoro llamado Tierra. Quizá todavía podamos enderezar modelos y prioridades. Hasta el otro martes.