El viernes asistí complacido a la ceremonia marital de Mary y Yei, este último un amigo de antaño a quien conozco desde 1992, cuando compartíamos paradero escolar, y con el que me unen veinticinco años de aguante mutuo, un pasado colegial en común y un sinnúmero de pasiones musicales y literarias similares.
De hecho, el destino me puso por misión servirle al novio y eminente jurista como chaperón en el tránsito vía Uber –suena poco romántico, pero en la posmodernidad todo vale– de su departamento hasta el lugar donde fue oficiada la ceremonia que lo transformó por gracia de la fe católica romana de hombre soltero a hombre casado. ¡Las mejores venturas para él y su amada… tan gentil y donairosa ella! Por demás, también tuve el honor de departir con él al calor de un par de escoceses durante las horas de espera en aquel espacio destinado a resguardarlo de cualquier avistamiento indebido de parte de su prometida en vísperas, tal como la tradición lo dictamina.
A mi edad comienzan a escasear los ex condiscípulos aún invictos, solteros y sin hijos, que el balance vital nos deja. Son los ciclos habituales. Yo, a mi manera, también he sucumbido a lo mismo. La paradoja radica en que mientras algunos continúan optando por esta vía tradicional de unión –loable, milenaria y legítima– y si bien mi venerada Marcela y yo conmemoraremos el próximo agosto una década entera de aventuras colectivas y más de doce meses de convivencia intensa bajo un solo techo, ambos hemos optado por la decisión consensuada de una modalidad de cohabitación alternativa, que muchos encontrarían inadmisible y demencial. Así las cosas, y a partir de ayer lunes, los dos nos radicamos en un par de bienes inmuebles separados, aunque localizados dentro de la misma unidad residencial de vivienda multifamiliar, a la manera de Woody Allen y Mia Farrow en los ochenta (aunque espero que con resultados algo más halagüeños que los de la accidentada pareja en cuestión).
La vida conyugal, igualmente rebosante de sinsabores que de venturas y una institución sagrada que de ninguna manera pretendo desacreditar, tiene gusto agridulce. De un lado está el privilegio de sentirse parte de un todo y el sinfín de maravillas implícitas en la coexistencia íntima y próxima. Del otro, la necesidad de negociar espacios, conciliar desórdenes o ‘psicorrigideces’ y soportar los eventuales episodios de ronquidos, malos genios, halitosis, olor a sueño, riñas por el control remoto, discusiones y demás hechos subyacentes al ámbito marital.
Dividir domicilios y tener dos casas –por más que en nuestro caso la distancia entre estas sea más bien simbólica y que la monogamia se mantenga como requisito innegociable– nos evita el imperativo de los desencuentros forzosos y los roces propios de las formas clásicas de concubinato o eclesiásticamente consentidas. Además, le resta esa peligrosa categoría de obligatorio y monótono a lo que debería estar revestido de magia. Por nuestra parte, celebramos esta decisión, a la vez que entendemos que el concepto de familia y de clan trasciende cualquier arquetipo, y que el amor es una fuerza poderosa, ajena a normatividades y convencionalismos. E invitamos a quienes así lo quieran a intentarlo. Les aseguro que puede funcionar. Por el momento me marcho. Hoy pernoctaremos en casa de ella y mañana en la mía. ¡Hasta el otro martes!