No es necesario un doctorado en urbanismo y movilidad para percatarse de la ausencia de una infraestructura ferroviaria decente en Colombia como factor determinante en lo concerniente al rezago que en materia de transporte ostentamos. El domingo lo leí en las noticias: la Asociación de Ingenieros Ferroviarios del país —agremiación comprometida con la preservación de ese recurso tecnológico que otros se empeñan en erradicar— acaba de pronunciarse con respecto al llamado ‘proyecto de ley de modificación de la contratación pública’ (referencia 084 de 2016), iniciativa liderada por el senador Hernán Andrade.
De acuerdo con la Asociación, entre los puntos que la idea en gestación considera como pilares del progreso nacional está el otorgar autonomía a los departamentos para que dispongan como mejor lo consideren y a su capricho de sus corredores férreos. Lo anterior implicaría en muchos casos pavimentarlos y transformarlos en vías convencionales, por las que deberían transitar vehículos tradicionales y a gasolina, que en Bogotá serían, fácil es adivinarlo, articulados rojos. Por absurdo que parezca, lo cierto es que algunos consideran viable e incluso oportuna la posibilidad de convertir las carrileras en troncales para buses. De ser puesto en marcha, dicho experimento constituiría una estocada mortal con la que coronaríamos más de un siglo de negligencias, desatenciones y desprecios a los que por tradición hemos relegado a nuestros pobres trenes.
El asunto no me sorprende. Hará unos meses, en efecto, apareció el actual burgomaestre bogotano en un noticiero planteando su intención —al mejor estilo de Fernando Mazuera— de pavimentar las vías del tren que atraviesan a Bogotá entera, para reutilizarlas como una suerte de autopista ‘interdepartamental’ de Transmilenio. El video circula por ahí, y entre las genialidades que revela está el compromiso ‘férreo’ del entonces vicepresidente y hoy candidato a la presidencia, Germán Vargas Lleras, con la causa. Resulta extraño que dos dirigentes cuyas aspiraciones principales deberían ser en teoría aproximarnos al primer mundo y dotarnos de mediano cosmopolitismo, pretendan arrebatarle a Bogotá y al país la única posibilidad real de contar con un transporte interdepartamental decente, medioambientalmente responsable y eficaz. Pero todavía más que no estén solos y que un buen número de pares suyos anden considerando lo mismo, cuando lo lógico sería, más bien, revitalizar nuestros trenes.
Banderas políticas aparte, resulta difícil no percatarse de la tendencia mundial hacia las ferrovías como solución ideal al desplazamiento humano y de cargas por medios terrestres. Los trenes cuentan con rutas propias, son amigables con el entorno vivo, operan por electricidad, resultan más veloces y cómodos y a la postre más baratos y sostenibles que cualquier otra opción. En términos prácticos, y para remitirnos solamente al impacto en la capital colombiana, la ruta Chusacá-Soacha-Bosa-Bogotá-La Caro-Zipaquirá quedaría desmantelada y por tanto Bogotá desarticulada.
Nadie con alguna medida de sensibilidad ciudadana y pragmatismo contemplaría el sacrilegio de quitarle pista al que aún —de existir las intenciones políticas y la disposición para hacerlo— puede ser nuestro salvador. Curioso que mientras otras naciones y capitales de características similares a las nuestras andan apostándoles de lleno a metros y a trenes, y al mismo tiempo reversando los llamados BRT, nosotros vayamos en contravía de la lógica universal. Quiera el dios de las locomotoras que el Presidente atienda este clamor y no incurramos de nuevo en un error histórico de proporciones faraónicas y quizá irreversibles.