Yo hice fila para H&M. Con manilla y todo. Llegué cuatro horas antes de que abrieran la tienda. Cuando la abrieron, corrí como la gente del “madrugón” de San Victorino. Tomé lo que tenía que tomar, rápidamente y me fui, para evitarme el drama con las «ricachonas» de Polanco y Las Lomas que se peleaban por piezas de Alexander Wang, (uno de los más grandes diseñadores del mundo), que hace tres años colaboró con el gigante sueco en su colección especial anual. Yo, viviendo en Ciudad de México, hice un largo viaje hasta Santa Fe (que es casi como ir a Cajicá) y aguanté todo porque quería una pieza de un creador que no me podría costear en términos normales. Y eso no me hace tonta, (como si comprar ropa a uno le bajara inmediatamente el IQ) o siquiera “wannabe”. Muchos en la calle ni siquiera saben quién es Alexander Wang, si hablamos de Latinoamérica. Yo la quería porque la estética de Wang me representa y una pieza así complementaría mi visión de estilo.
¿A qué voy con esto? Que hacer fila para comprar en H&M, como lo vimos el sábado en Bogotá, no implica que la gente sea “pobre”, “wannabe” o “estúpida”. Incluso “montañera” o “provinciana”, como ví en redes sociales. Hay muchas lógicas actualmente, detrás del consumo de moda, en el mundo y en Colombia, que van más allá de “tipo alienado que babea con todo lo gringo”.
Podría comenzar diciendo que hacer fila por un objeto de deseo es cuestión mundial y no solo pasa con la ropa. Que cuando se lanzan los iPhones, en todo el mundo hay largas colas para conseguir estos productos. Que también, por ejemplo, cuando salen colecciones especiales de marcas tanto de pronta moda como de marcas de lujo, todo se vende de inmediato, como pasó con H&M y Balmain en 2015 o con Louis Vuitton y Stephen Sprouse en 2009.
Que si bien estamos permeados por el consumismo voraz (que hace que firmas como Inditex saquen series cada vez más cortas y cambien de tendencia cada vez más rápido), hay diversas lógicas para darle valor a un producto. Podría hablar de los chinos y sus “safari shopping”, por ejemplo: al estar años uniformados por Mao y con capacidad adquisitiva, descubrieron que en las marcas y logos podían tener atisbos de individualidad o de estatus. O de los japoneses y su amor por las marcas occidentales, a tal punto de que hay códigos de vestimenta a través del bolso que lleves. Que todo esto puede sonar ridículo para aquel que juzga en un ámbito externo, pero que no sabe que desde que nace, está permeado por el consumo, sea en el contexto que sea, si hablamos de ámbitos urbanos. La forma en cómo nos crían, cómo nos vestimos, lo que comemos, está permeado por relatos de marca.
Los medios, sí, pero también la forma en cómo se desarrollan nuestras sociedades, también nos inclinan a hacerles caso y a darles un valor extraordinario- o no. En el caso de Colombia, hay muchos factores. Desde nuestra fundación hemos sido un país cerrado geográfica y mentalmente. El proteccionismo que impuso la Constitución de 1886 no nos ayudó mucho: por años tuvimos que ir a San Andrés para obtener productos que nos conectaran con el mundo. Éramos ya una sociedad de masas en los años 30, pero solo hasta los 90 comenzamos a tener, sin restricciones, objetos que abiertamente nos identificaron como tal a través del consumo. Luego, muchos hicieron su agosto trayendo productos “gringos” revendidos a precios de oro. Hasta que llegaron marcas como Forever 21 o Starbucks, que también tuvieron sendas filas en sus tiendas.
Al existir tan poca propuesta en el mercado masivo global (y en esto hago excepciones con algunas marcas, sobre todo Studio F y lo que hacen en San Victorino a nivel popular), muchos han visto en estas un acercamiento a esa globalidad vedada por distancias físicas y por el tiempo. Que allí pueden, por ejemplo, tener algo que vaya más allá de esa latinidad impuesta como única forma de vender la moda y el cuerpo. Que pueden conseguir prendas que serían imposibles en sus pueblos o ciudades intermedias. Y que al fin y al cabo, por toda esa historia detrás, tan endogámica, cualquier novedad es bien recibida, así sea solo al comienzo. Como hemos visto en noticias, no a todas las marcas les ha ido de maravilla. Sobre todo, si no se adaptan a las necesidades de un mercado donde la ropa es una cosa suntuaria y el precio cuenta, más allá de lo que piensen.
Podríamos profundizar un poco más en esto en otro texto. Pero algo es claro: que hay que plantearse primero, en estos tiempos, las motivaciones de consumo de una colectividad entendiendo su historia. Que hay que entender cómo hemos sido permeados por esta cultura de consumo. Y que desear un objeto va más allá de la alienación: hay toda una historia detrás.