Quizás en lugar de andar defendiendo la indefendible tauromaquia, los maestros Alfredo Molano y Antonio Caballero deberían consagrar su madurez a trabajar por la paz y a escribir, tareas valiosas que ambos ejercen con excepcional destreza. Lo digo con el respeto que todo individuo consecuente está obligado a profesar por aquellos a quienes, incluso sin tener cerca, considera tan afectos.
Ambos se cuentan entre los colombianos que más admiro y tienen ‘bienganado’ su sitial en el podio de los grandes. De Antonio supe por sus colaboraciones pictóricas y escritas en Semana, cuando la publicitaban como “la revista para leer. No para hojear”. Y por esa pieza magistral de literatura capitalina llamada Sin remedio. Veintitrés años después de leerla, prevalece como una inspiración omnipresente cuando de narrar a Bogotá se trata.
Imagino cuán poco le importaría a Caballero, pero Lorenzo, principal personaje de mi novela Chapinero, es hijo de Ignacio Escobar, protagonista de la suya. Eso nos emparienta. Con decirles que hasta disfruto —entendidas como ficciones, claro— su descripción de la changua y su crónica taurina en tierras zipaquireñas, dos cosas que en contextos reales deploraría. Por demás, los Caballero (Eduardo, Klim, Beatriz, Luis y demás vástagos) han sido inmensos aportantes para la cultura y las artes en el país, tauromaquias aparte.
En tiempos universitarios devoré las investigaciones de Molano sobre violencias, inequidades y todas esas miserias que nos abaten. Simpatizo con su talante humanista, su imparcialidad, su valentía, su bigote entrecano, su mochila y su aire de aquel tío bonachón al que todos amaríamos. Por ello me honró tanto cuando hará cinco años decidió llamarme para compartirme lo mucho que había disfrutado uno de mis libros. ¡Gentileza que atesoro, Alfredo querido!
De ahí lo paradójico al contemplar dos mentes sesudas y sensibles descalificando la ‘no agresión’ o apelando a legitimaciones sociológicas, históricas o patrimoniales para respaldar la barbarie, e intentando derribar nuestro muy contundente argumento en contra del toreo como arte o expresión de minorías: “no existe consideración religiosa, estética, cultural, poética, filosófica o económica que justifique el ejercicio de la crueldad, disfrazada de espectáculo, contra otras especies animales”.
¡Cuántos escritores o periodistas no querríamos tener la mitad de la inteligencia, el compromiso y el talento que estos dos monstruos ostentan! Ustedes, —como Fernando Vallejo, Daniel Samper Pizano y otros tantos, y con todo y sus flaquezas humanas— fueron o son faros para la mía y para otras generaciones. Por lo mismo… ¿no le vendría mejor a Caballero otra novela antes que ridiculizar animalistas porque “no entendemos de eso”? ¿No preferiríamos que el gran Alfredo destinara sus energías, tan propicias para este momento, a causas pacifistas más que a avivar el fluir de sangre bovina por el ruedo de la Santamaría?
Admirados maestros: a veces las tradiciones funcionan como mecanismo para avalar la eternización de infamias ancestrales. No obren como émulos muiscas de Fernando Savater. Los invito a dejarnos un legado de grandeza, digno de ustedes. Así la posteridad los recordará por sus innumerables brillanteces y no por este único y muy peligroso desacierto. Como los genios que son y no como el par de anacronismos en defensa de atrocidades atávicas ya casi superadas, a los que su posición insostenible podría injustamente dejarlos reducidos. Sería un ejemplo y a la vez un precedente que la nación entera les agradecería.