Las comparaciones suelen ser odiosas, pero a veces se hacen necesarias. Y más cuando se trata de un oficio tan complicado llamado arquitectura. Y por una sencilla razón. A diferencia de una pintura que se cuelga en un museo o la pared de una casa, o una sinfonía que se interpreta en un teatro o alguien oye por un tocadiscos, la arquitectura nos afecta a todos. Para bien y para mal. Por ese motivo, ciertas “licencias poéticas” que a ratos se dan algunos arquitectos con ínfulas de pop stars suelen convertirse en llagas que pueden afectar una ciudad durante décadas.
Muy a grandes rasgos puede decirse que hay una arquitectura que se pone al servicio de la ciudad, y una arquitectura que pretende que la ciudad se ponga al servicio de la vanidad del arquitecto.
Por un lado, una arquitectura discreta, amable, respetuosa, de bajo perfil, sin pretensiones diferentes a las que hacen que una casa o un edificio cumpla con sus funciones básicas y sean agradables a la vista para quienes la habitan o transitan su entorno inmediato. Por el otro, casas y edificios que se abren paso literalmente a codazos para hacerse notar, ya sea para ostentar la riqueza de sus propietarios, o para exhibir la creatividad sin límite y la irreverencia de sus diseñadores.
En el caso concreto de Bogotá, hace casi 60 años se desarrolló lo que se denominó “arquitectura de lugar”. Una arquitectura que buscaba estar en armonía con su geografía circundante. Ejemplo de ello es el edificio de la esquina de la calle 92 con carrera 10. Debo confesar que desconozco el nombre del arquitecto que diseñó este edificio.
Por el otro lado, está la arquitectura-show. Un arquitecto, o una oficina de arquitectos, hacen lo imposible por hacerse notar. Por dejar bien en claro que por ahí pasaron ellos. Es el caso del edificio que construyó la Universidad Javeriana en la carrera Séptima, al lado del (para mi gusto) muy notable Centro Ático. Un contraste cacofónico, sin duda, que desmerece los atributos del Ático, ahora achicopalado por su nuevo vecino ‘chocoloco’.
No he querido ni preguntar qué va a ocurrir en ese edificio, como tampoco los nombres de quienes lo diseñaron. Sencillamente ese ovni aterrizó en la Séptima con 42 y de ahí no lo va a sacar nadie en muchos años.
Pero bueno. Como suele suceder con la arquitectura, uno termina por acostumbrarse a todo, y seguramente en un par de años se nos volverá paisaje intrascendente esa especie de cachucha crema y café sobrepuesta a esa estructura metálica que evoca el radiador de un camión de los años sesenta.
O, quién quita, puede ser que en 30 años los críticos e historiadores coincidan al afirmar que ese edificio es uno de los grandes hitos de la historia de la arquitectura de Bogotá, tal como ocurrió con la Torre Eiffel en París.
De todas maneras yo, que soy un vil peatón que casi nada sabe de teoría arquitectónica, me quedo un millón de veces con el discreto encanto y la sobria elegancia de un buen edificio construido en ladrillo, en concreto o en piedra. Cosas de la arquitectura.
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.
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