Este espacio siempre lo he dedicado a describir lugares de Bogotá o relacionados con la ciudad. Lo cierto es que en estos días de zozobra no he tenido ánimo para hablar de arquitectura, parques, avenidas o humedales de mi ciudad. Y lo que ha sucedido en Cali, como en tantos otros lugares de Colombia, me parte el alma.
Pienso mucho en Cali, no sólo por haber sido el epicentro de la protesta y donde han ocurrido varios de los hechos más infames, sino también porque es una ciudad que llegó a mi vida y que volví mito cuando la descubrí en los relatos de Andrés Caicedo, aunque esa ciudad ya no existe, como me lo ha repetido tantas veces Sandro Romero.
A Cali la visité por primera vez en 1966. Estuve de paso un día y lo único que recuerdo de aquella visita es la Plaza de Cayzedo vista desde un piso para mí muy alto de un hotel que se llamaba Nueva York. Regresé mucho después, en la Semana Santa de 1981, y a partir de ese momento comencé a dibujar mi Cali no sólo a partir de lo que había leído, sino de lo que comenzaba a ver. En la Navidad de aquel mismo año volví en autostop desde Flandes, Tolima. Una de esas noches dormí en carpa en el antejardín de una casa en el barrio La Flora. Desde entonces, mi Cali es (como tituló Carlos Mayolo un documental sobre su ciudad), un calidoscopio.
Una colcha de pequeños retazos que se han ido tejiendo de manera caótica y desordenada. Por un lado la componen mis recuerdos. Caminatas por la Avenida Colombia, en especial en la parte del Museo La Tertulia. La estación del ferrocarril. El teatro Calima y el Aristi. La iglesia de San Francisco y su torre mudéjar. El mercado de la Galería de la Alameda. Los edificios de Los Alcázares. El parque Versalles. Centenario, Granada y Santa Mónica. El río Pance y la Universidad del Valle. La recta que va y viene al aeropuerto. Nombres de avenidas como Pasoancho y Cañasgordas. De lugares como los Turcos, La 14, el Oasis, el Dari Frost y el Obelisco. Lejanos recuerdos de esos buses de colores de los que habla La Mambanegra en su último álbum. Gris San Fernando es el primer nombre que me viene a la cabeza.
Ese Cali que he vivido en la Quinta y la Sexta, en la Roosevelt con 39, en la parque Panamericano y en el parque del Perro, en el río Pance y el barrio San Fernando, en la vía Panamericana con su vista majestuosa a los Farallones de Cali también se mezcla en mi cabeza con lo que vi en documentales de Luis Ospina y Carlos Mayolo como Oiga, Vea! y Agarrando pueblo, que me hablan de la cara oculta de una ciudad agrietada. O a punto de ser demolida, como muestra Luis Ospina en Adiós a Cali. Y también se me atraviesa la sórdida Cali de la película Perro come perro, de Carlos Moreno, con banda sonora de Superlitio.
Hoy me parte el alma recordar el barrio San Antonio y su parque, en una ladera con vista sobre la ciudad. Al final de la tarde la brisa trae un olor dulce y un tanto quemado de los trapiches. Una niebla ligera tiñe los lejanos cultivos de caña de azúcar que se ven más al fondo y desdibuja casi por completo el perfil de la cordillera Central.
Por: Eduardo Arias / @ariasvilla