Quizá Bogotá sea lo más próximo a un compendio de Colombia y sus gentes. Una especie de hija fértil y a la vez hospitalaria, en cuya matriz genética se congrega lo mejor y lo peor de aquel país que la alberga. Y como fiel descendiente de su señora madre, cada uno de sus ademanes cotidianos pareciera delatar el parentesco y los males heredados de familia. Lo propio les corresponde a sus pobladores. Dicho de otra manera, Colombia y Bogotá se asemejan en casi todo: incomprensibles, incomprendidas, absurdas y a veces toscas, tan hospitalarias como hostiles, aunque en simultánea bañadas de encantos y singularidades. Pero a la vez, y ese será el motivo de estas líneas, desinformadas, desmemoriadas, y por tanto sin perspectiva de tiempos recientes o pasados.
Hablo del sinnúmero de mentiras e infundios aún contados como realidades históricas de carácter inamovible. También de las muchas farsas que hoy la oficialidad intenta vendernos como irrefutables: que la fundación española tuvo lugar un 6 de agosto en 1538, cuando los documentos parecen indicar que ello ocurrió alrededor de un año después, o mejor… mucho antes de que hubiera europeos por estas tierras. Que la zona de dicho emplazamiento estaba encuadrada en el actual Chorro de Quevedo. Que, contrario a ello, se ubicaba en el parque Santander. Que al final no hay cómo saber y todo son titubeos. Que por estos lados hubo armonía y paz hasta la segunda mitad del siglo XX. Que la razón fundamental para no haber instaurado la solución de un metro ha sido la iliquidez distrital. Esas y otro centenar más de absurdeces que ameritarían no una columna, sino una enciclopedia completa.
La historiografía oficial bogotana está plagada de falacias tomadas por verdades y consignadas con sangre en nuestra desmemoria colectiva. Con lo noticioso ocurre lo mismo. Las repercusiones de lo anterior trascienden el terreno de lo anecdótico, del simple costumbrismo o del caprichoso apego al rigor de fechas o acontecimientos. De ahí que innumerables periodistas continúen repitiendo, como lo oí no hará ni dos semanas en una nota para televisión, que los tranvías “murieron con el 9 de abril”, cuando bien se sabe que tal pérdida es responsabilidad del famoso exalcalde y eminente ‘urbanista’ Fernando Mazuera.
No por involuntaria, tal desinformación deja de ser peligrosa. Y no exagero. Difícil aquello de sustentar la autoestima o de justificar nuestros errores a partir de mentiras. Eso explica por qué, de regreso a acontecimientos en curso, algunos bogotanos de nacimiento o por adopción se obstinan en creer que atentar vilmente contra la carrera Séptima para tenderle una troncal de TransMilenio es obra de alto urbanismo o que conviene invadir una reserva. Nada incomprensible en una ciudad que desde el ya mencionado Mazuera ajusta casi siete décadas de espaldas a los transportes ferroviarios y cuyos habitantes en su mayoría ignoran, por decir algo, quién fue el tal Mazuera aquel y el daño inexcusable que ocasionó por estas tierras.
Grato sería creer que aún yace latente la posibilidad de no replicarnos en desastres previos avalados por desconocimientos actuales, que quizás alguna vez prevalezca el ideal de una ciudadanía con elementos críticos y de juicio fundamentados en experiencias previas. Y, sobre todo, atesorar la esperanza de que pronto destino opte por devolvernos la memoria y la capacidad de pensar críticamente. Hasta el otro 6 de agosto… si nos acordamos.