En unas semanas Bogotá se liberará de su hacinamiento característico, debido a las hordas de vacacionantes decembrinos, nativos y migrantes… ¡Nuestra gratitud para ellos, héroes anónimos de temporada! También mi solidaridad hacia los habitantes de balnearios circunvecinos tipo Melgar o Carmen de Apicalá por la población de bañistas chancleteros que en sus piscinas de olas verteremos por millares, para hacer hervir el archiconocido y más bien antihigiénico ‘caldo de rolo’ de todas las Semanas Santas y festivos.
Se acabó el año y… ustedes ya conocen el resto. ¡2017! La cifra suena descomunal. Con franqueza, no recuerdo un año tan plagado de contingencias como este, cuya agonía hoy presenciamos. ¿Quién iba a imaginar al mundo a expensas de la tan idealizada democracia y del voto errático de las mayorías? Al brexit, a Trump, al ‘no’ triunfante y a tantos errores masivos sumados a la cuenta deficitaria del género humano.
¿Quién hubiera pensado que ahora como nunca se enfrentarían los amigos del planeta con aquellos que ven en minerías y ladrillos emblemas indestronables de progreso? ¿Quién podría haber pronosticado tantas manifestaciones de lo enfermos que estamos, representadas en los ejércitos de maltratadores, sádicos y pederastas que para vergüenza de la especie nos rodean y andan por ahí de vecinos nuestros, esperando a que los juzguen?
Y ya que hablamos de números inmanejables, el dato estadístico de estas fechas: según cálculos oficiales, el fin de semana anterior vio venir al planeta al colombiano número 49 millones. Si apartamos lo inexacto del cómputo (pues medir tales cosas con semejante precisión se adivina imposible) la verdad es que nos vamos encaminando inseguros y tambaleantes a la cincuentena de millones de compatriotas. Una suma cuyo gigantismo abruma. Si no me creen, aborden un bus de servicio público para padecer las miserias del atestamiento en alma y cuerpo propios.
Considerar lo mucho que sobreabundamos es materia de reflexiones urgentes que deberíamos forzarnos a hacer. ¿Cuántos de nosotros fuimos deseados y no una suerte de generación espontánea favorecida por imperativos biológicos (o instintos, que llaman), religiosos o sociales? ¿Qué porcentaje de los que hoy nos llamamos conciudadanos o de quienes están naciendo fue el fruto de una decisión consciente y no de una borrachera sabatina? ¿Está este suelo en capacidad de albergar a tantos de manera cómoda y digna? ¿Seremos capaces de volver nuestras miradas compasivas hacia el verde que nos rodea, para ver si de una vez nos abstenemos de andar tapizándolo de grises y asfaltos?
La mencionada cantidad, lejos de enorgullecernos, podría ser clasificada bajo la A de angustiante. Si tan difícil era administrar el territorio patrio cuando éramos solo 30 o 40, cuesta imaginar el panorama que al parecer se sobreviene, a no ser que encontremos cómo detenerlo. Tal vez en lugar de andar levantando urbanizaciones para albergar a quienes van llegando, convendría concentrar los esfuerzos estatales en frenar esta explosión poblacional.
Antes que seguir buscando cómo evitar ahogarnos entre las basuras que nosotros mismos vamos apilando, bien nos vendría recordar las inmensas ventajas producidas por un espacio menos densamente habitado, así cementos Argos o Volvo ardan de frustración. El asunto es complejo y amerita mayores y más documentadas reflexiones, pero ningún momento más oportuno para pensarlo que este, cuando los indicadores alertan. Hasta el otro martes.
*Las opiniones expresadas por el columnista no representan necesariamente las de PUBLIMETRO Colombia S.A.S.