Opinión

Es la historia de mi generación

De la fiesta a los derechos: la lucha de las personas LGBTIQ+ en las últimas cuatro décadas en Bogotá

Discoteca Teatrón en Bogotá.
@theatronbogota - Captura de pantalla 25 de septiembre de 2022 Discoteca Theatrón en Bogotá.

Hace algunos días, al calor de una buena conversación, de esas que lo emocionan a uno cuando escuchamos alguna canción de antaño recordando cómo era esta ciudad o inclusive este país, dos de mis amigos contemporáneos y yo dejábamos con la boca abierta a otros dos comensales que hacían parte de esta tertulia, algo improvisada, con nuestras historias y la forma como veíamos el mundo en aquel entonces.

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Narrábamos cómo en esa época, en la que aún no teníamos cédula de ciudadanía, estaba muy de moda contar con documentos para poder entrar a las discotecas de la época como Antifaz, Quiebracanto, Up and Down, Massai, entre muchas otras. En mi caso, describí cómo era ir de parche con amigos a Flag y Zona Franca que, para las y los entendedores y conocedores de aquella movida, eran los llamadas sitios de ambiente o, a carta blanca, discotecas gais.

Zona Franca, quizá de las más emblemáticas de la ciudad, ubicada en pleno barrio El Lago entre 1992 y 2005, brindaba a su público un ambiente bastante revolucionario para una época en la que nuestro país estaba muy lejos de avanzar en los derechos de las comunidades sexo-diversas. Sus dueños serían los que unos años más adelante, 2002, desarrollarían uno de los proyectos más grandes de rumba que tiene Latinoamérica conocido como Theatron de Película. A mis escasos 13 años, este adolescente frecuentaba esos lugares, lejos de reconocerse como abiertamente homosexual.

Nuestra ciudad vivía desde mucho antes esta onda progresista que reunía, sobre todo, a hombres homosexuales alrededor de un trago, la música romántica, la amistad sin barreras y, posteriormente, la llamada movida electrónica. Sin embargo, quizá lo más relevante de lugares como Piscis, Bianca, el Gato Tuerto, Yacki Bar, Bunker, Calles de San Francisco, El Polo, La Oficina o, incluso, lugares tan exclusivos como Chachá, desencadenaron en la ciudad la posibilidad de construir comunidad alrededor de la vida nocturna, propicia para ser y vivir libremente.

En muchos de ellos se dio inicio a los reinados de personas trans (así en estas épocas no se reconocieran como una identidad), que surgieron como espacios de afirmación y resistencia en épocas de mucha opresión que se vivía. En otros, como el famoso Pantera Negra, ubicado en plena 32 con Caracas, se gestó uno de los actos más políticos de nuestra ciudad, cuando en el año 2003, Luis Eduardo Garzón, candidato a la alcaldía de Bogotá, se comprometiera con un electorado abiertamente LGBT a formular en su posible gobierno la Política Pública LGBT.

No era raro que, hacia los años 70, 80, e incluso 90, muchos de los establecimientos existentes funcionaran de forma anónima y clandestina; tenían servicios fachadas (tiendas de barrio, cantinas o cafeterías) para no ser molestados por las redadas policiales que eran comunes y pretendían criminalizar la homosexualidad, a través del código penal colombiano en la defensa de la moral pública y las buenas costumbres. Los establecimientos usaban timbres y luces rojas para alertar a los clientes ante cualquier manifestación de afecto entre hombres al momento del ingreso de la fuerza pública. Imperaba en la ciudad violencia institucional, abuso policial, falta de derechos, cero protecciones legales e, incluso, una visión de comunidad indeseable con grupos de limpieza social que hacían de la vida homosexual una de las más complejas de la época.

Y aunque no viví dichos momentos como adulto, sí puedo decir en mi memoria de niño que el miedo, el rechazo y la burla eran parte de las conversaciones familiares y de amigos cuando en la televisión se mostraba a un hombre que tenía comportamientos afeminados o conductas que no eran consideradas normales para la sociedad en la que vivíamos.

Ya para mis 18 años (1997), un poco más consciente de la realidad colombiana, había acabado de prestar servicio militar en la Policía Nacional. Nuestro país vivía uno de los gobiernos nacionales más cuestionados de la historia: el proceso 8.000 vinculaba al mandatario, Ernesto Samper Pizano, con dineros del narcotráfico en su campaña a la presidencia. Fue un año marcado de protestas sociales y presiones políticas nacionales e internacionales, que desencadenaron la condena de su ministro de defensa, del gerente de la campaña y la pérdida de su visa para el ingreso a EEUU, pero sin ninguna condena formal hacia él. Las regiones y sus territorios eligieron a sus gobernantes; Enrique Peñalosa fue designado como nuestro alcalde para el periodo comprendido entre 1998-2002, surgiendo para la ciudad Transmilenio, nuestro sistema de transporte, amado por muchos y odiado por tantos. En materia de derechos para la diversidad sexual, aunque ya se veían más activismos y organizaciones sociales, fue en 2001 que la organización Planeta Paz lidera la primera Convención Nacional LGBT (Bogotá) que marcaría, sin duda, uno de los hitos más importantes de organización, inclusión y visibilidad a las personas sexo-diversas, sin olvidar algunos avances jurisprudenciales de la Corte Constitucional en materia laboral, sobre todo, para docentes en colegios públicos y militares en las fuerzas armadas

Y aunque la historia de ese momento marcaría uno de los enclaves para la vida de las mujeres lesbianas, hombres gais, personas bisexuales y hombres y mujeres transgénero, esta solo era contada y reconocida con mucha precariedad en la capital de nuestro país. En lo personal, muy poco sabía de los derechos, de la protección estatal y nada de la estigmatización de la vida misma LGBT; tanto así, que era de los muchos que asociaba el VIH-SIDA con los maricones y travestis de mi ciudad. Y, aunque hoy reconozco la importancia de las muchas personas que nos defendieron sin que yo hubiese nacido, me costó demasiado comprenderlo e interiorizarlo; fueron muchos años de tristeza, negación, violencia, pena y casi obsesión por el tema, los que me permitieron ser quien soy en la actualidad: un hombre orgullosamente homosexual que aún enfrenta prejuicios, violencia solapada, simbólica y algunas veces estatal, en razón al amor que nace de mi corazón hacia otro hombre, pero que hoy reconozco como posible y real. No en vano, ya cumplimos dos años de casados con mi esposo quien, mientras yo vivía mi adolescencia en la capital, se enfrentaba en Santa Marta, en la costa de Colombia, a muchas más complejidades en su infancia; situaciones que aún le conflictúan, pero que ha venido superando, siendo más libre y feliz por su orientación sexual. Decir que en las regiones del país, en medio del folclor, la alegría y cordialidad de su gente se vive un ambiente más proclive a la igualdad, sería desconocer la historia misma de nuestro país.

En la Costa Atlántica la cultura caribeña, la influencia de la religión, sobre todo católica, y el machismo, han impuesto una cultura y normas muy rígidas en contra de la diversidad sexual que están lejos de ser superadas. El salir del closet es sinónimo de rechazo familiar y social que puede significar la deshonra familiar, así como violencia física y verbal, y en lugares más alejados de las capitales, incluso la expulsión de los territorios o fenómenos de limpieza social, falta de oportunidades profesionales y laborales, obligando a muchas personas a continuar en el armario, frustrando y reprimiendo sus realidades que, en otros contextos, serían más fáciles de encarar (insisto menos violentos pero no perfectos e ideales), conformándose con vidas llenas de vacíos, frustraciones y negaciones.

Hoy más que un pequeño esbozo a la historia reciente de nuestro país y su relación con nosotras, nosotros y nosotres, es un llamado al reconocimiento de nuestros relatos, de nuestra existencia, de nuestra vida, en la que muchas y muchos han corrido con la suerte de encontrar redes familiares y de amistades que han resaltado su diversidad desde el amor y el conocimiento; pero otras han encontrado hasta la muerte por no contar con esa red de afecto que le hiciera ver que ser diverso o diversa sexualmente, más que una condición, es un privilegio; más que una conducta, es su identidad, su libertad y su esencia.

Por ello, cuando les pregunten o duden de la existencia de niños, niñas y adolescentes LGBTIQ+, no titubeen en exaltar esa niñez complicada o no, que les hizo convertirse en los seres humanos que hoy son; tampoco olviden a esas mujeres y hombres que enfrentaron la violencia física y verbal en la calle cuando salieron a luchar por los derechos de los que hoy gozamos; y, finalmente, no piensen que ya tenemos garantizadas todas nuestras libertades, pues aunque vivamos en ciudades y países con una agenda sobre la diversidad sexual un poco más real, aún existen barreras gigantes que impiden que gocemos de la garantía total de nuestros derechos.

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