La historia se repite no porque la olvidemos, sino porque el tiempo y los recuerdos liman las asperezas de los hechos. ¿Cómo explicar entonces que en Chile haya todavía gente que eche de menos a Pinochet, quien en 17 años de dictadura asesinó a más de 3500 ciudadanos de la manera más horrenda y cruelmente imaginada? ¿En qué cerebro cabe que el general Francisco Franco fue lo mejor que le pasó a España en su historia política? Se necesita ser un poco más que un tarado para que Colombia se pida el regreso de un ser tan pequeño de alma como de estatura en el que durante su gobierno se ejecutaron casi dos mil masacres y las fuerzas del orden asesinaron a 6402 jóvenes cuyo único delito era no tener trabajo, y que luego fueron doblemente criminalizados ante las cámaras de los noticieros como “guerrilleros dados de baja en combate”.
Hay que ser un completo descerebrado, o no tener un poco de sentimiento común por el prójimo, para decir que lo mejor que le ha sucedido al país fueron los ochos años de un gobierno en el que los crímenes de Estado superaron con creces los cometidos en diecisiete por el dictador militar austral. Pedir el regreso de un ser que no tiene currículo sino prontuario, es añorar aquellos tiempos en los que los ríos se convirtieron en botaderos de cadáveres, en los que era posible ver en directo la macabra escena de un gallinazo destripando un cuerpo hinchado, arrastrado por la corriente. Es echar de menos las masacres llevadas a cabo por Carlos Castaño y las AUC, es haber olvidado las interceptaciones ilegales a magistrados, periodistas, políticos, profesores y estudiantes universitarios que no comulgaban con los lineamientos del gobierno de turno.
Los profesores que no pudieron exiliarse fueron secuestrados y asesinados. Lo mismo sucedió con un gran número de estudiantes desaparecidos y cuyos cuerpos fueron encontrados en solares baldío de la ciudad o sus goteras, con signos de tortura y en estado de descomposición. Sólo en la Universidad del Atlántico, para citar un ejemplo, un poco más de 70 personas, entre sindicalistas, profesores y estudiantes tuvieron que abandonar la institución o salir del país por tener la valentía de denunciar los actos de corrupción cometidos por directivos en asocio con paramilitares y políticos. Según el Centro de Memoria de la Universidad, 40 de las 70 personas amenazadas fueron asesinadas.
Ernesto Sábato, autor de dos libros clásicos que llevan por título “Sobre héroes y tumbas” y “El túnel”, aseguraba en una entrevista que no hay nada más doloroso para una persona que el exilio forzoso. Abandonar el trabajo, los seres queridos, las amistades y el terruño, es el equivalente a perder media vida. Nadie merece tremendo dolor. Salir una noche a escondidas de la casa, con una maleta mal organizada y a medio llenar, sin poder despedirse del amigo, del vecino, de los estudiantes a los que has dedicado gran parte de tu experiencia, con un miedo indescriptible acuestas y el perro agitando el rabo mientras avanzas hacia la puerta que no volverás a ver durante años, es tan mortal como una cuchillada en el corazón.
Se necesita ser muy desgraciado para pedir a gritos el regreso al poder de un “personaje” tan sanguinarios y siniestro como pocos en la historia de la república bananera del Sagrado Corazón. Se necesita tener memoria de pollito o amar el olor de la sangre derramada para distorsionar la historia o negarla. Los 6402 jóvenes asesinados por militares, siguiendo órdenes de sus superiores, están registrados como víctimas no sólo por la JEP, sino también en los anales de la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos y del Centro Nacional de Memoria Histórica. De manera que asegurar que todo esto es un invento de la izquierda, o una narrativa ficcionada por algunos escritores, o que el número de las masacres o víctimas es un intento de inflar los datos, es otra forma de lavarle la cara a aquellos que, cobijados, o revestido por el poder económico o político, dieron la orden y ahora buscan desviar la atención.
*Profesor. Magíster en comunicación.