El 17 de octubre, en la Cámara de Representantes, aprobamos en segundo debate la reforma laboral. Ahora está en el Senado, a la espera de su trámite definitivo. Durante estos años de discusión y concertación, la oposición ha afirmado de manera extremista que cualquier aumento de los ingresos laborales a partir de la legislación es una afrenta inasumible para la iniciativa privada. Esto, aunque se trate de incrementos modestos para recuperar derechos derogados por el uribismo, cuya eliminación no generó empleo, pero sí profundizó la desigualdad.
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Ignoran sistemáticamente que un mayor salario real fortalece el consumo de los hogares, impulsa la demanda de bienes y servicios y aumenta las ventas empresariales. La producción y el empleo dependen del volumen de ventas y del capital fijo, y no se verán afectados por incrementos mínimos en los costos laborales. Al contrario, aumentar la demanda agregada generará mayor dinamismo económico.
También afirman que la reforma olvida a los trabajadores informales, cuando en realidad aprobamos medidas para formalizar a más de un millón de personas, entre aprendices, trabajadoras domésticas, madres comunitarias y trabajadores del transporte de carga y de pasajeros.
De hecho, quienes sí olvidaron al sector fueron los gobiernos de derecha; desde los noventa hasta la pandemia, del total del ingreso nacional, el porcentaje recibido por quienes trabajan en la informalidad disminuyó año a año. Además, la informalidad es resultado de la precariedad de nuestra estructura productiva, no de los costos laborales. Culpar a estos últimos no solo es un error, sino que llevar esa lógica al extremo implicaría desmantelar todos los derechos y protecciones laborales.
En realidad, una parte considerable de la oposición busca justo eso. Combaten sin cuartel la reforma laboral por garantista, porque supuestamente de esa manera no se genera empleo ni se baja la informalidad ¿Entonces cuál sería su solución? ¡Demoler los salarios y las garantías laborales! Ojalá lo dijeran de frente.
Argumentos aparte, también ha habido mentiras adrede. Germán Vargas Lleras, por ejemplo, dijo en una columna que el aumento de la jornada diurna y el recargo dominical no consideraba la realidad de la industria con turnos de 24 horas. No leyó el proyecto completo, donde queda claro que las empresas que trabajen de manera ininterrumpida podrán establecer turnos de máximo 6 horas diarias y 36 semanales, con el salario de la jornada ordinaria y sin lugar a recargos. Más recientemente, el senador Miguel Uribe Turbay afirmó que “los costos salariales aumentarían entre un 25% y un 100%” ¡Mentira del tamaño de una catedral! En realidad, según el escenario medio del GAMLA, del Banco de la República, el incremento será del 4%; Fedesarrollo estima que será entre el 2,4% y el 5,9%.
Nuestra reforma genera resistencia porque implica abandonar una política de décadas que ha reprimido los ingresos de los trabajadores en favor de una competitividad precaria basada en bajos salarios. Esta resistencia no es nueva, tiene raíces históricas que se expresan en la oposición actual de estos dos delfines de la clase política tradicional. Al comparar sus posturas con las de sus antepasados, Carlos Lleras Restrepo y Julio César Turbay Ayala, podemos entender mejor esta dinámica. Veamos por qué.
Lleras Restrepo, abuelo de Germán, fue el tercer presidente del Frente Nacional. Pero treinta años antes, durante la Revolución en Marcha, le encargaron la redacción de un contrato tipo que sirviera como regla general para los aparceros cafeteros. Los aparceros eran campesinos que entregaban parte de su producción al propietario de la tierra a cambio del uso de una parcela. Durante décadas lucharon por su libertad de movimiento, contra las multas y prohibiciones de los propietarios y el excesivo número de días que debían trabajar para la hacienda. El contrato-tipo limitó algunos de estos abusos.
En ese entonces, los grandes propietarios rurales vieron esto como un ataque intolerable, prácticamente como el advenimiento del comunismo. La hacienda cafetera estaba atravesada por relaciones de dependencia y opresión ajenas a la intervención social del Estado. Hoy, ni Vargas Lleras negaría (¡o eso quiero creer!) que la labor de su abuelo fue positiva, pues introducir el contrato construyó ciudadanía y limitó arbitrariedades brutales.
Sin embargo, con argumentos similares, el partido de Vargas Lleras, el resto de la oposición y muchos independientes eliminaron el contrato y el jornal agropecuario, con los que se buscaba brindar a millones de campesinos jornaleros un nuevo piso jurídico para renegociar sus condiciones laborales, estableciendo que el jornal no podría ser inferior al salario mínimo diario más un porcentaje de las prestaciones.
¿Hay actividades agropecuarias donde no se puede pagar un jornal de al menos ese valor? ¡Seguro! Pero en el campo colombiano abundan actividades con remuneraciones artificialmente bajas, donde los campesinos jornaleros son superexplotados por falta de herramientas para negociar mejores condiciones, sin ciudadanía ni instituciones que los defiendan. Esos artículos buscaban otorgar al pueblo campesino parte de esos instrumentos fundamentales para mejorar sus vidas allí donde fuese posible. Contra eso fue lo que votaron ¡Qué vergüenza y qué dolor! Pero no vamos a desfallecer.
Pasemos al otro delfín. Cuarenta años antes de ser presidente de la República, cargo por el que sería recordado como un represor alérgico a las libertades constitucionales, el abuelo de Miguel, Julio Cesar Turbay Ayala, ya había sido presidente... pero de la Confederación Nacional de Empleados, el sindicato de los funcionarios del Estado y de los servicios públicos. En ese rol, y junto al sector “moderado” del Partido Liberal, arremetió contra el movimiento del presidente López Pumarejo y los sindicatos obreros. Afirmó que había que colocar al “movimiento de la clase media y los empleados (...) en un plano distinto al del caos social que quieren llevar a la república los gerentes de la revolución moscovita”. Añadió que se distanciaba de los obreros “cuando ellos se entregan en manos de los promotores de huelgas”.
Las huelgas, el movimiento obrero y las reformas de los años treinta fueron la base de nuestra modernidad democrática. Pero Turbay Ayala, incapaz de verlo, temía y calumniaba al pueblo trabajador que la construía. Algo similar ocurrió con su nieto durante el paro nacional de 2021. En lugar de comprender su profundidad, insinuó, como su abuelo, que detrás estaba “Maduro y el régimen castrochavista”. De tal palo, tal astilla.
Nuestra historia demuestra que la clase política tradicional se equivoca sobre los efectos de las reformas democráticas, con el paso de las décadas los avances se vuelven consensos, incluso en sectores que se opusieron inicialmente.
Invito al Senado a discutir con rigor y profundidad la reforma laboral, y a la oposición -la declarada y la que no- a desistir del empeño de hundirla en vez de concertarla. Nuestra historia posterior a los años treinta nos recuerda que bloquear los mandatos populares y, por tanto, vaciar la política de contenido y de utilidad, puede generar grietas profundas que llevan a consecuencias imprevisibles y catastróficas ¡No le fallemos a las familias trabajadores ni al país!