Trato de caminar tanto como puedo en mis recorridos por la ciudad. Si tengo el tiempo y la distancia me parece razonable, evito las grandes avenidas, pues me movilizo por ellas con más frecuencia –así sea en un vehículo. Son, en general, desangeladas, con sus grandes carriles en función de ir de un punto a otro de la manera más eficiente posible y sus andenes vacíos, paredes altas, sus espacios en buena parte estériles e inhóspitos.
Prefiero caminar por las calles entre los barrios. Si conozco el barrio, intento desviarme de las rutas que he tomado antes. Siento que este acto, en apariencia nimio, agranda el universo o, al menos, la idea que tengo de él. Incluso el hecho de caminar por caminar lo agranda: ¿cuántas veces no caminamos una calle que “conocemos” desde hace años y notamos un jardín, un altar, una tienda, el acabado de una casa que no habíamos visto nunca?
Entre las joyas a encontrar están los parques de barrio. De los que conozco, quizás el que tengo más presente es el parque Armenia, porque paso cerca cada semana. No ha dejado de emocionarme llegar por una de sus calles y encontrar ese espacio verde encajonado entre fachadas de edificios de tres o cuatro pisos, con su panadería sin nombre y el edificio de vidrios grises que es una suerte de habitante de las estrellas que ha caído no se sabe cómo en el costado norte. Incluso si no es necesario pasar por ahí, me desvío y paso unos minutos sentado en alguna de sus bancas. Siempre me impresiona que el parque, a pesar de estar a menos de una cuadra de la calle 26, es un portal a un mundo más amable y tranquilo.
Pero mi emoción se agranda con mucho menos: me conformo con encontrar algo que rompa la uniformidad de la cuadrícula. Mejor aún si no lo había visto antes. Algo así como lo que descubrí hace poco, en la carrera 15bis A con 33, también en Teusaquillo. Es un pastico cuyos lados irregulares tendrán no más de 12 metros. Un andén descuidado lo atraviesa y entre las seis o siete plantas sobresale un flor amarillo, que no recuerdo haber visto florecido. Las casas que lo rodean, de otro tiempo, son de dos pisos, y en una de ellas funciona un centro médico. A pesar de haber caminado por esta zona desde hace al menos un par de meses, no me lo había topado. La calle por la que entré, la 33 desde la carrera 15, termina en el costado sur del pastico y una nueva, la 33bis, empieza en el costado norte para desembocar en la carrera 16. Suficiente para descolocarme, suficiente para sonreír y sentir cómo el universo, y con él la ciudad, se agrandaba en frente mío.