El tiempo y la conciencia humana tienen una relación muy particular. Nos debatimos entre el delirio de grandeza que nos aleja del pasado y el complejo de inferioridad que nos tranquiliza de nuestra responsabilidad en la construcción del futuro. A pesar de las recomendaciones de los libros de autoayuda, vivir en el refugio del presente nos aleja de cualquier atisbo de complejidad histórica, especialmente en la planificación urbana. Pero más allá de las discusiones sobre la naturaleza humana, es la incapacidad de ver más allá de nuestra propia nariz la raíz de los problemas de ciudad a los que se enfrenta Bogotá.
Al momento de intervenir la ciudad preferimos desconocer la historia que moldea su forma y su cultura para dar paso a una visión idealizada de un render. No nos gusta mirarnos en el espejo y reconocer aquello que nos hace lo que somos, los lunares, las pecas y cicatrices que hacen que cada ciudad sea única. Aún en la relativamente corta existencia de Bogotá, la ciudad ha sido testigo de los eventos más volátiles de la historia humana: la conquista española, la emancipación, la república, la irrupción del internet, y hasta creer que los buses reemplazan los trenes. Procesos que dejan una huella en el diario vivir de los bogotanos, en la forma de los edificios y en el trazado de sus calles.
Prever cómo nuestras acciones afectan la manera de vivir de las siguientes generaciones jamás ha sido una capacidad de los seres humanos. Cuando Jiménez de Quesada establece la ciudad española que sería Bogotá en 1538, no imaginaba que a lo largo del río Vicachá se formaría un eje económico de intercambio regional cruzando los cerros orientales, sobre el que se desarrollaría una industria primaria que aprovechaba el agua que baja por las faldas de las montañas para operar molinos, y que permitiría la instalación de la fábrica de chocolates Chávez y Esquitavita que se terminaría convirtiendo en la rectoría que albergaría el ego de Alejandro Gaviria en su brevísimo paso por la Universidad de los Andes.
Esto, traído a la actualidad, es reconocer la responsabilidad que tenemos con el futuro, ejemplificado principalmente en la negligencia para tomar acciones reales sobre el cambio climático. En una escala menos apocalíptica, la idea de “patear hacía adelante” para que sean las generaciones futuras quienes asuman las consecuencias enmarca muchas de las decisiones de planeación urbana en Bogotá, desde la política de movilidad que nos ha condenado al bus por más de un siglo, hasta la ocupación regional de la sabana que hoy nos tiene bañandonos con balde y totuma.
Muchas, por no decir todas, las decisiones que tomamos sobre la ciudad se basan en la idea de que el staus quo seguirá igual por un tiempo indeterminado y que es imposible siquiera imaginar otra cosa. Esta es la razón por la cual ya no hacemos vivienda para vivir, sino dormitorios para rentar explotando al máximo la capacidad urbana del suelo. ¿Esperamos que en 100 años vivamos igual a cómo lo hacemos hoy? ¿Qué haremos con miles de apartamentos de 17 metros cuadrados en un siglo? La ciudad que habitamos hoy no es la misma que vivieron nuestros padres, y la Bogotá del futuro probablemente será muy diferente a la que imaginamos.
Cada ladrillo que coloquemos hoy en la ciudad, tendrá efectos que resonarán en los próximos años. Todas estas decisiones individuales y colectivas moldean desde la arquitectura hasta el ritual cotidiano de comer empanada en el andén. A través de esta serie de columnas, quiero invitar a los lectores a reflexionar sobre Bogotá, no sólo desde lo estético o técnico, sino desde la responsabilidad que tenemos con los que nos antecedieron y con los que están por llegar.