Siempre me ha llamado la atención el éxito de las series sobre narcotraficantes y la fascinación que producen figuras como Pablo Escobar. Es curiosa la reacción de personas que las condenan alegando que son una apología a la violencia y son indolentes con nuestro pasado/presente y más curiosa –o ridícula, boba, surrealista– la reacción de sus creadores, que alegan que, en el fondo, los relatos muestran al final que el crimen no paga.
¿Qué nos atraen de este tipo de relatos, de este tipo de personajes? Asumo que esa especie de libertad con la que viven, su independencia, su astucia, el incumplimiento de las leyes y el hecho de que pueden aplicar justicia a quienes los dañan. Es, en el fondo, la materialización del sueño infantil de poder cumplir nuestros deseos, a pesar de todos los obstáculos que, en el caso de estos personajes, parecen muchos y difíciles. No importa que al final “terminen mal”: han vivido en función de sus reglas. Por una parte, se pueden justificar sus decisiones: las reglas no se aplican igual para todos, los grises son muchos, quienes las promueven con frecuencia no las cumplen. Y aunque llevan a cabo eso que a veces todos, al menos en determinados momentos, quisiéramos poder hacer, se los condena porque en la búsqueda de la satisfacción de sus deseos generan una estela de dolor alrededor suyo.
No muy lejos están los relatos de los héroes, esa fórmula narrativa casi eterna y cuya fascinación no solo no hay que justificar, sino promover. Estos también van más allá, también rompen las reglas, también imparten justicia. Con frecuencia, nos dice el relato, no se deben a nadie salvo a sí mismos. Los héroes, sin embargo, tienen una “angustia” más que los villanos y que los acerca a los mártires: actúan en función de causas que los sobrepasan y por las cuales llevan a cabo actos no muy heroicos. Así pues, no actúan, deben actuar –¡alguien tiene que hacerlo!–. Su objetivo, dice el relato que se y nos cuentan, es mejorar algo de la sociedad donde han surgido. En el caso de algunos, los más ambiciosos, cambiarla.
Como suele suceder, dependiendo de nuestras simpatías políticas o religiosas, determinados políticos entran en una categoría u otra. Y entre más heroicos consideremos a unos, es factible que más despreciables nos parezcan los otros. Esta visión sencilla y un poco infantil parecería conectarse con nuestro niño interior insatisfecho y, cómo no, con nuestro potencial de asumirnos o asumir a otros como héroes para justificar nuestros o sus comportamientos de villanos.