Como estudiante de un colegio alemán en la década de 1980, desde pequeño me acostumbré a los maestros de hierro. En esa época al menos, los alemanes que fungían como profesores no eran especialmente amables. Uno asocia la cultura alemana con tecnología, con la búsqueda de eficiencia, con la argumentación lógica, con la disciplina, con la puntualidad si se quiere, ¿pero con la compasión, con la seducción, con la empatía? Nah.
¡Cómo odiaba el alemán! No era solo la brusquedad del idioma en sí, cuya pronunciación implica con frecuencia simular que uno tiene una flema atorada en la garganta, eran los artículos y el objeto directo e indirecto y el verbo al final de las frases con determinadas conjunciones. Pero, sobre todo, eran los profesores que gritaban y que, al menos en los primeros años de primaria, no tenían problemas en dar un pellizquito o empujar para hacer más insoportable su clase.
Los profesores colombianos, con algunas gratas excepciones, tampoco es que fueran especialmente compasivos. Aunque quizás esté siendo injusto: ¿eran los profesores de algún colegio compasivos, empáticos, en la década de 1980? ¿O andaba la mayoría con cara de escopeta marchando como sargentos de poca monta?
Después me he encontrado con personajes parecidos –uno que otro profesor en la universidad, uno que otro jefe o jefa– y, aunque no han sido personas agradables de tratar, quizás por mi formación su rigidez, más allá de atemorizarme, me ha divertido incluso. Han sido maestros de paciencia, nada más.
Por esa misma formación quizás también recuerdo con especial afecto a un profesor de acuarela que tuve cuando tenía casi 30 años. Lo conocí en una escuela de artistas a la que decidí asistir para mejorar mi técnica con el material. En la clase los estudiantes nos sentábamos alrededor de un modelo que se ubicaba en el centro de un salón. El profesor, un hombre de 80 años o más, pasaba de puesto en puesto, hacía comentarios y retocaba las piezas. Aunque yo hacía lo mejor que podía, mi dibujo no se parecía en absoluto al modelo. Al pasar por mi puesto, el profesor miró la pieza y con suavidad me dijo: “Voy a intervenirla, pero debe prometerme que seguiremos siendo amigos”. Asentí con sorpresa. Acto seguido, empezó a rehacer todas las líneas que yo había trazado. Contrario a lo que podría uno imaginar, no sentí ni aburrimiento ni frustración ni nada perecido, solo asombro.
Cuando estoy en una posición parecida a la del profesor, intento recordar el tono con el que me habló, pero mi éxito es moderado: los alemanes, admito, parecen haber sido bastante eficientes y me cuesta no ser, yo mismo, un maestro de hierro.