Alcohólico, periquero y loco son algunos adjetivos que a diario encontramos en las redes para descalificar a Gustavo Petro. No son nuevos, por supuesto. Vienen de los mismos que hoy defienden como gato bocarriba el statu quo de la salud y se atribuyen el derecho de ordenarle al presidente qué debe cambiar y que no. Los mismos que desde su paso por la alcaldía de Bogotá sumieron a la capital de la república en un basurero a cielo abierto durante tres días porque el alcalde iba eliminar los contratos multimillonarios que han usurpado las empresas amigas desde que empezó la privatización de los servicios públicos. Los mismos que se oponen hoy a la reforma laboral porque pagarles a los trabajadores un salario digno estancaría la economía y arruinaría a los empresarios.
Nada nuevo, repito. Sólo hay que volver los ojos a los once principios de Goebbels, un manual de instrucción nazi en el que se señala metódicamente los pasos que hay que dar para acabar con el enemigo sin tener que volarle la cabeza. En el corazón de esta teoría se encuentran, por supuesto, los medios de comunicación y los ‘fake news’. Lo que se busca en el fondo es que la historia deje de ser la historia y la verdad, la verdad. Sustituir hechos, o transformarlos, es el fin último de este engranaje en donde participan no sólo periodistas de renombre, sino también políticos poderosos, empresarios, comerciantes y un sinnúmero de ciudadanos instrumentalizados como replicantes de esta nueva historia donde la verdad importa un carajo.
Hoy, por supuesto, resulta mucho más fácil manipular un video, trocar una fotografía o alterar el sonido de una nota televisiva. La tecnología nos da las herramientas, y los avances en la comunicación se han constituido en un campo fértil que permite hacerle creer al esclavo que es beneficioso para él seguir siendo esclavo, aunque tenga la mierda hasta el cuello. En el nuevo panorama se afirma que los sindicatos son perjudiciales para los trabajadores, que el sistema de salud es perfecto y que el trabajo por horas es mucho mejor para un obrero que un contrato laboral, por lo que es un despropósito transformar la salud o el código de los trabajadores.
En este sentido, la verdad es como la basura bajo el tapete. Hay que ponerla donde nadie la vea, pero, sobre todo, que no sea descubierta. Lo que alcanzamos a ver a diario en las emisiones de noticias es la basura hecha información. Aquí, en realidad, no se trata de poner a disposición del televidente u oyente una información clara, sencilla, equilibrada y veraz. Al televidente se le condiciona para que crea todo lo que se le dice. Lo que se denomina “matriz de opinión” no es más que la voz de tres o cuatro gatos con acceso a los medios, y un alto grado de redundancia, de repetición constante de una nota hasta el punto de que, el que la recibe, la interiorice de tal manera que la convierta en una verdad irrefutable. El resultado de lo anterior es exquisito: gente en la calle y en las redes repitiendo que los hechos que se cuentan son ciertos porque lo dijo RCN o Caracol, desconociendo esa proverbial sentencia de Truman Capote que habla “de la manera sobre la materia” y de los intereses particulares de quien informa.
Uno de los principios básicos de esos once postulados, creados por ese cerebro gris del nazismo, es la proyección de la imagen negativa del enemigo, que consiste en restarle credibilidad a todo lo que diga. De manera que cuando ponga en evidencia los hechos, se dude de sus afirmaciones, se minimice la verdad, se enfatice en los errores y se distraiga a los ciudadanos con mentiras tan bien elaboradas que las aceptará como verdades de a puño, pues vendrán de los canales de noticia hegemónicos, al servicio del establecimiento.
La campaña de desinformación que se ha desatado contra Gustavo Petro empezó mucho antes de que asumiera formalmente como presidente de la República, con la alteración de videos en donde se ralentizaba su voz, dando así la apariencia de que estuviera ebrio o intoxicado por alguna sustancia alucinógena. Ese río de mentiras, iniciado desde Miami por un defensor a ultranza del expresidente Uribe, que se reunía a puerta cerrada con los jefes de las AUC durante el proceso de desmovilización de Santa Fe de Ralito, habría seguido su curso si no hubiera sido por un video alterado, previo a su intervención en la sala plena de las Naciones Unidas, en donde al mandatario de los colombianos se le veía errático y el sonido de su voz se alargaba hasta el infinito. La contrastación con el video original dejó en claro el engaño y al cerebro detrás del engaño: un señor de nombre Ernesto Yamhure, un excolumnista que perdió su espacio cuando se descubrió que sus textos en El Espectador eran escritos a cuatro manos: las de él y las de Carlos Castaño.
Hoy, con la anuencia de una prensa al servicio de unos pocos, incapaz de ocupar el lugar que le corresponde en la historia, en donde hay más payasos que circo, las mentiras continúan su cauce y las metonimias informáticas les hacen creer a los ciudadanos que los gritos contra el presidente en los estadios es, en realidad, el grito del pueblo y no una estrategia bien fundamentada que tiene su origen en la Alemania nazi.
*Profesor universitario. Magíster en comunicación.