Es fácil que a medida que crezcamos comencemos a desencantarnos de las personas y del mundo: oportunidades para ello hay cuantas queramos imaginar. Pero, aunque no suene realista para los desencantados y cínicos (entre los que con cierta frecuencia me encuentro), hay igual cantidad de oportunidades de asombro. A veces, han estado siempre al frente nuestro. La cosa es que encontrarlas requiere un esfuerzo, un empujón más, una desprevención que comenzamos a perder a medida que envejecemos.
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En Colombia es fácil encontrar gente que se despide de uno diciendo “Vaya con dios” o “Que dios lo guarde”, y es fácil que mi voz interna que juzga, al oír la frase, me dé lecciones sobre la manipulación de una religión llena de grises inmensos –como es cualquier cosa en la que los seres humanos han metido mano. Hace poco recordé esas despedidas que no uso.
Estaba leyendo un poco más sobre los chigualos, los ritos fúnebres con los que algunas comunidades del Pacífico Sur colombiano despiden a los niños que mueren. A diferencia de lo que sucede con los ritos fúnebres de los adultos, los chigualos están asociados a cantos alegres y rondas infantiles y los cantos tienen acompañamiento de tambores.
Parece extendida la idea de que la alegría radica en que el niño muerto, al no haber tenido tiempo de cometer pecados, entrará con facilidad al reino de los cielos. Hace poco leí un texto de Libia Grueso (“Escenarios de colonialismo y (de)colonialidad en la construcción del Ser Negro”) en el que plantea que el chigualo “tiene sus raíces en la esclavitud, en la cual se canta y se celebra la muerte de un niño […] se celebraba el hecho de que el niño fuera salvado de una vida de opresión y negación, la muerte significaba literalmente ‘pasar a mejor vida’, además de celebrar su condición de inocencia y de ‘angelito’ con un lugar seguro en el cielo”.
Sea cual sea el origen del chigualo, en el fondo su intención es facilitar el paso de un ser de una dimensión, la vida, a otra, la muerte (o, en este contexto, la vida eterna). Sin importar si es acorde con nuestro sistema de creencias, es una manera de hacer más amable el paso de una dimensión a otra, tanto para el ser que ha muerto como para los que quedan.
Quizás por la fuerza de la costumbre nunca había caído en cuenta de que el hecho de que alguien me despida con “Que dios lo guarde” no es más que un acto en el que alguien desea que una entidad poderosa, si se quiere ‘la entidad’, lo guarde a uno. Que uno crea en ella o no, que uno crea que es real o no, en realidad importa poco. Uno debería recibir los buenos deseos sin pensarlos tanto.