Fernando Cano Busquets es un nombre con peso propio en la fotografía colombiana. Premiado, exaltado y sobre todo querido dentro y fuera del entorno artístico y periodístico nacional, se podría pensar que ya se ha dicho todo de su trabajo, y que es difícil que nos sorprenda… Premisas que implosionan a penas uno pone un pie en su más reciente exposición en Casa Cano.
Con el moderado ímpetu de los buenos seductores y la asertividad del que logra enamorar, esta colección fotográfica capta la mirada y la pasea a su voluntad en un universo marino -desde el paisaje y el oficio- que se renueva ante las pupilas, en una dinámica estética símil de la poesía que, en un océano encuentra aquella configuración exacta que conmueve, impacta: cautiva.
De vocación observadora, amamantado con aroma a linotipo, armado con la ternura dura de los sobrevivientes y el desenfado del creativo veterano, Cano Busquets teje y desteje el oficio del pescador, captando el instante donde el cotidiano es performático, donde el tirar de la red parece más un ballet, en el que los hilos se transfiguran en espuma y el carácter se torna en acto histriónico.
La cámara de orígen documental, estirpe periodística y voracidad artística nos engolosina los sentidos, haciéndose inevitable por instantes detectar una pincelada de Graciela Iturbide, un recuerdo de Chambi, dos bocanadas de Modotti, algo de Manuel Álvarez Bravo, piscas de Matiz y dos Gotas de Nereo… Confirmando que Fernando Cano Busquets y su obra fotográfica es una de las más interesantes síntesis poético lumínicas que tiene la fotografía colombiana contemporánea, merecedor sin duda de un puesto en la geografía del lente latinoamericano, a la altura de los mencionados.
Haciendo gala de la estética clásica en el formato de impresión, marquetería y montaje, Cano nos ofrece a su vez en la naturaleza de su propuesta variados contrapuntos contemporáneos; bajo juegos de saturaciones, desaturaciones y encuadres que, transitan por insinuaciones pictóricas y de dibujo, en la obertura de sus blancos y negros donde los brillos explotan y las sombras danzan al ritmo del que sabe esperar a que la vida suceda, y está listo para congelarla en un disparo.
“Creo que la fascinación proviene más bien de los recuerdos que suscita observarlos, de evocar cuando a esas playas -entonces desiertas y cristalinas- nos traían papá y mamá a jugar con la arena y a bañarnos en el mar. Entonces fue que conocimos a los chinchorreros, a los hombres de las atarrayas, a los pescadores que llegaban con sus sedales y sus anzuelos y se ponían a esperar eternamente, a que el delgado nilón que sostenían con la punta del dedo índice se tensionara, como si de ello dependiera su vida.
(Después entendí que sí, que así era y sigue siendo).
De manera pues que lo que aquí llegan a ver tal vez no son fotografías sino el resultado de un ejercicio muy personal de halar el pasado, de atraer hasta esta vejez temprana, -mientras hombres y mujeres recogen las cuerdas de su destino-, mi lejana niñez.”
Asegura Cano con esa mirada sosegada que es a la vez la de un diestro cazador de luces, de un nostálgico indómito que nos abraza con sus lecturas del mundo, recordándonos de que estamos realmente hechos, más allá de las posesiones, las redes y otros vicios “civilizados”.
Esta obra -que estará exhibida hasta febrero- es una bocanada de oxígeno, un frescor para el alma, una ventana al poder del instante, una deliciosa invitación a la larga contemplación, a la lúdica de las narraciones de fantasía que nacen en el vientre de la realidad, en una esquina del mar en Santa Marta, donde este lente altiplano se dedica a gestar su poética de mar.