Así como un niño no mete un dedo en una vela una segunda vez porque recuerda el dolor que sintió la primera vez que lo hizo, tendemos a reaccionar de cierta manera frente a situaciones parecidas, así ocurran con personas y en espacios distintos. La memoria se convierte pues en un recurso para autoprotegernos. De igual manera, renovamos de manera constante la idea de lo que somos con base en lo que hemos vivido.
Alguna vez en el colegio me gustó una niña que estaba en el curso de mi hermana, dos cursos abajo del mío. Si mal no recuerdo, yo estaba en noveno y ella en séptimo. Recuerdo que intenté acercarme por medio de una o dos llamadas. Quizás la cosa hubiera quedado ahí si no es porque en una reunión de padres su mamá se acercó a la mía y le dijo que sentía que su niña estaba muy pequeña para mis acercamientos y que sería mejor esperar un poco para que ella decidiera. Mi mamá me contó luego lo sucedido entre la indignación y el asombro. Igual, la niña no me había prestado atención.
Hace unos años volví a encontrarme con esta compañera de curso, pues mi hermana y ella se habían vuelto amigas. En alguna de las reuniones me comentó que su mamá iba a visitarla, así que en medio de risas le conté lo que su mamá le había dicho a la mía. Me miró con extrañeza: no le cuadraba con algo que su mamá haría. Me sorprendió. La siguiente vez que hablé con mi mamá le conté lo que me había pasado. Para mi sorpresa, mi mamá tampoco recordaba que hubiera ocurrido el suceso y, de hecho, según como recordaba a la mamá de la compañera de curso de mi hermana, le habría sorprendido que eso hubiera tenido lugar.
Creo que fue la primera vez que noté, de manera tangible, lo que se sabe desde hace décadas: que nuestra mente inventa recuerdos. No es algo patológico; nos pasa a todos. Según Kimberly Wade, psicóloga que ha estudiado la memoria, “Nuestros sistemas preceptivos no pueden notar absolutamente todo de nuestro entorno. Recibimos información a través de todos nuestros sentidos pero hay huecos […] Así que cuando recordamos un evento, lo que hace nuestra memoria es rellenar esos huecos con lo que sabemos sobre el mundo”.
Oliver Sacks, el autor de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero y Un antropólogo en marte, va más allá: “Parece que no hay ningún mecanismo en la mente o el cerebro para asegurar la verdad, o al menos el carácter verídico, de nuestros recuerdos. No tenemos acceso directo a la verdad histórica, y lo que sentimos o afirmamos que es verdad […] depende tanto de nuestra imaginación como de nuestros sentidos […] Con frecuencia, nuestra única verdad es la verdad narrativa, las historias que nos contamos unos a otros y a nosotros mismos, las historias que recategorizar y refinar continuamente”.
Como sucede con muchos aspectos de nuestra existencia, esta condición bien puede angustiarnos o hacernos reír. ¡Ni siquiera nuestros recuerdos son confiables! Aún así, podría aligerarnos: puede que esos recuerdos que nos atormenten tengan como fundamento hechos que nunca ocurrieron. ¡Y pensar todo lo que nos pueden hacer sufrir!