Mucho se habla de la mala suerte que trae Javier Hernández Bonnet, futbolísticamente hablando. Dice que la selección Colombia es favorita en algún torneo y resulta que cae eliminada en primera fase, habla de lo mal que está jugando alguien, y minutos después marca dos goles y da una asistencia, convirtiéndose automáticamente en la figura del partido. No sé si sea mito o realidad, quizá alguna vez dijo algo muy desacertado y desde entonces lo usan como referencia negativa, lo cierto es que después de décadas de hablar en medios, resulta lógico que cualquiera tenga tantos aciertos como errores.
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Pero por hacerle caso a nuestros fetiches, a veces nos olvidamos de figuras que tienen más peso incluso, como Diego Maradona en este caso. Considerado por muchos el mejor de todos los tiempos, tuvo que morirse (y no quiero hacer sangre con esto) para que dos de los equipos de sus amores volvieran a ganar algo importante. Después de poner al Napoli en el mapa internacional, el club del sur cayó en un bache en el que consiguió apenas tres de Copas de Italia, varios subcampeonatos de liga, se fue dos veces a la B y jugó incluso en la Serie C. Hoy su título de liga es solo cuestión de tiempo en un campeonato que ha cabalgado a placer durante muchas fechas.
Y qué decir de Argentina. Mundial del 86 y subcampeonato en el 90 de la mano del 10, par copas América en los noventa y pare de contar. Vinieron entonces 28 años de sequía que se rompieron con otra Copa América, la denominada ‘Finalissima’, ganada a Italia, y el mundial de Qatar.
No quiero decir que estas dos largas crisis fueron culpa de Maradona, pero sin duda tuvo algo que ver. Quizá no era bulto de sal, como Hernández que abre la boca y lanza una maldición, sino que su figura era tan grande que apocaba todo lo demás. No sé si lo hacía intencionalmente (quizá un poco sí y no permitía que nada brillara más que él), pero allí a donde llegaba, todo lo demás pasaba a segundo plano.
Y jugar así es muy difícil, jode la mente así se crea que no, una ley que aplica para jugadores del montón como Andrea Silenzi y para cracks como Batistuta, por mencionar a un par que en club y selección intentaron seguir su legado. Imagine usted entrar a una cancha de fútbol y oír que corean a un exjugador, o consultar medios de comunicación y descubrir que lo están usando constantemente como referencia para explicar por qué no se ganan títulos.
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Le pasó a Messi, que para más cruz llevó la diez en Barcelona y Argentina, dos equipos donde jugó Maradona. Pasaron años para que pudiera desmarcarse y escribir su propia historia, sobre todo en la selección, y aun hoy, después de haber ganado más, mucho más que el difunto, todavía se lo nombran, como para que no lo olvide nunca. Recuerdo que, en mundiales, cada vez que jugaba Argentina le daban más importancia a lo que hacía Maradona en la tribuna que al equipo en la cancha, e incluso fue técnico en 2010, una figura no decorativa, pero sí más motivacional que otra cosa. Algo así ocurrió con Valderrama en Colombia: tras su retiro surgieron una cantidad de supuestos herederos incapaces de llenar sus guayos, hasta que llegó James. Por eso, en parte entre finales de los noventa y 2014 la selección nacional perdió más que lo que ganó.
Ahora que Maradona está en paz (esperemos), su sombra ha dejado tranquilos también a los demás mortales, que ahora pueden patear la pelota con total calma, presos de la presión que ejercen hinchas, patrocinadores y medios, pero liberados del tótem sagrado. Lindo que Maradona hubiese podido ver campeones a Napoli y Argentina de nuevo, lindo y desesperante porque, adicto a la cámara como era, se hubiera robado el show haciendo lo que más le gustaba: sobreactuarse. Hay cosas improbables en esta vida, pero estoy seguro de que, de seguir vivo, esas vueltas olímpicas recientes no se hubieran podido dar, y Messi habría muerto sin ganar un mundial.