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Opinión: La vida me hizo así

“No creo que aquel que se roba una fruta sea capaz de robarse millones de pesos, pero ambos son, en su propia escala, torcidos”.

Una mujer dijo hace poco en redes que había comprado un pan en Carulla y que, como se había sentido robada, se había llevado sin pagar una pestañina de ochenta mil pesos. Se trata de esas historias que no se saben si van a pasar desapercibidas o van a reventar internet, y en este caso pasó lo segundo. Miles de respuestas e interacciones, muchas condenando el hecho, pero, sorpresa, otras celebrándolo.

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Yo manejo amores y odios con Carulla, así que puedo entenderlo. Sus precios son en ocasiones abusivos y ese cuento de que ahora hay que comprarles las bolsas, dizque para salvar al planeta, sencillamente me ofende porque es una estrategia para facturar más. Pero eso no me da derecho a robarlos, que si no puedo o no quiero pagar lo que cobran, me voy a otro lado.

Me hace recordar a los colados en Transmilenio, que no son pocos en esta ciudad. El mismo sistema dice que tres de cada diez usuarios no pagan pasaje y que dicha cifra significa una pérdida semanal de entre ocho y diez mil millones de pesos. Esto quiere decir que tres de cada diez colombianos somos torcidos, porque si algo tiene Bogotá es que es un buen muestrario de toda la población del país: acá hay gente de todos lados y de todos los niveles socioeconómicos.

No creo que aquel que se roba una fruta sea capaz de robarse millones de pesos, pero ambos son, en su propia escala, torcidos. Y en Colombia no solo somos deshonestos, sino que nos orgullecemos de ello y tratamos de justificarlo como sea. En el caso de Transmilenio suelen sacar excusas de todo tipo para colarse: que el sistema es malo y que no vale la pena pagar, que esa plata se la roban los políticos, que las puertas estaban abiertas y por eso se metieron, que van tarde, que se confundieron y estaban adentro y se salieron sin querer. Y no solo lo dicen con total frescura, sino que se ofenden si alguien les hace caer en cuenta de su error. “No sea sapo, malparido”, es lo más suave que responden.

Me encantaría conocer la vida de aquellos que se cuelan: lo que piensan, en qué trabajan, cómo son en su casa, con su familia, en su diario vivir. Saberlo todo a ver si son tan correctos, y por eso exigen perfección en lo que la sociedad ofrece, o si son un desastre, pero igual quieren que todo marche para que ellos puedan andar por la vida sin problemas. Es lo que pienso siempre en época de elecciones, cuando alguien que sé que es un desastre se queja de la deshonestidad y la flojera de los políticos. ¿Se puede reclamar eficiencia a los dirigentes siendo nosotros un caos? ¿No son ellos nuestro reflejo y con sus actos podemos entendernos a nosotros? ¿Con qué jeta exigimos lo que no estamos dispuestos a dar de vuelta para que la sociedad funcione?

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Ni idea que estén haciendo los de Carulla para que no los roben, pero los de Transmilenio están tomando medidas: puertas anticolados que son más robustas y que solo se abren cuando el bus llega a la estación, torniquetes de piso a techo y tres veces más policías que antes. No sé, me parece demasiado para un pasaje que no llega a los tres mil pesos, pero allá ellos, que de gota en gota tienen una fuga descomunal. Tres mil pesos costaba también el pan que le cobraron a la señora en Carulla y que hizo que ella se desquitara llevándose un producto cuyo valor era casi treinta veces superior. Lo dicho, se agarran de lo que sea para justificar sus actos, pero no solo eso: además de torcidos, son líchigos.

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