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Arte en la Torre Atrio y la resonancia poética de llamarnos colombianos

María del Pilar Rodríguez

¿Para qué sirve el arte plástico? Ya perdí la cuenta de las veces que me han hecho esta pregunta, y por ello sé, es asunto que anda por la cabeza de muchos. Lo que celebro, porque si hay una manera de satisfacer este interrogante, es ante una pieza que nos conmueve. Frente a lo cual, estas líneas no son más que una invitación a que cada uno encuentre su propia respuesta.

El arte es el testimonio del alma humana por excelencia, memoria emocional de su tiempo y su espacio, y muchas veces, hasta presagio de los sentires y hechos futuros. Particularidades que hacen de las piezas artísticas no solo experiencias de alta valía, sino un auténtico imperativo para el individuo; pues lo conectan con el esencial humano, estimulan ese algo que lo mueve más allá de las palabras, y para lo cual no se necesita nada distinto a dejar que la intuición nos guíe. Por tanto, solo basta ponerse al frente de variadas obras de arte en disposición de sentir, y una de ellas sin duda nos generará sensaciones tan particulares que, no solo nos hará sentido su existencia, sino la de muchas emociones que tal vez no habíamos experimentado antes.

¿En dónde abrirnos a esta experiencia en Bogotá? Si bien es cierto que Bogotá goza de colecciones tan interesantes como la del Banco de la República, y la del Museo Nacional, creo que hay una muestra que por su tamaño, elocuencia estética y dinámica comunicacional, es muy oportuna para esos primeros acercamientos al arte, y esta es la Sala de arte Bancolombia, a la que se tiene acceso gratuito en la Torre Atrio en el centro de la ciudad.

Colección de piezas que inicia con el mural Música de alas de Alejandro Obregón, que nos recuerda la faceta festiva, vital, avasallante y veloz de nuestra historia; para luego, mediante una estructura arquitectónica y museográfica de vanguardia, permitirnos una circunvalación de recorridos que nos llevan de la mano por obras de diversos artistas modernos colombianos. En unos contrapuntos, a veces irónicos, a veces tiernos, que mantienen los sentidos en estado de alerta, a través de un ordenamiento de obras dirigidas por un hilo en todo cercano, casi personal; lejos de innecesarias pretensiones. Estableciendo un ritmo curatorial grato para el que sin duda se hizo uso de un alto conocimiento de la historia del arte nacional.

Y es así como en días en los que se habla tanto de identidad, que este coloquio polifónico estético cobra una singular relevancia, porque si algo ha fijado memoria de nuestra identidad es el arte: desde la maravilla de nuestros paisajes y frutos, a la singularidad de nuestros coterráneos, la brutalidad de la violencia y la fuerza de la resiliencia que hemos transitado; en variadas interpretaciones de lo profundamente propio, desde lo simbólico a lo abiertamente representativo.

Diálogo multisensorial que es tan individual como colectivo, en el que el reverberante Manzur y el feroz trazo de Caballero, conversan con un Rojas intuitivo, a expensas de un Botero Fauvé, secreteando con la reflexiva Azout, mientras los sentidos parecen ensartar ditirambos con los presagios de Rayo y las irónicas sensualidades de Grau. Todos armonizados al ritmo de la solidez de Ramírez Villamizar y el visionario Negret, en un devenir tan lúcido como las atmosferas que plantea Ignacio Gómez Jaramillo, salpimentadas por el descarnado Giangrandi, entre otras singularidades que esta muestra propone.

Selección, ordenamiento y en general, experiencia en sala, que tiene detrás la curaduría de Nelson Osorio, una de esas sensibilidades sabias que no pueden evitar la dulzura como recurso, y el rigor como herramienta angular…

Historiador y curador de origen antioqueño residente en Bogotá, Osorio cuenta con una trayectoria de esas para las que este texto completo no alcanzaría. Curador que con este trabajo confirma su vocación como articulador de estéticas, y constructor de lúdicos laberintos sensitivos al servicio del público.

Sincretismo artístico que como en un espejo nos permite vernos a los nacidos en esta tierra de dos mares, tres cordilleras y un sinfín de particularidades. Reconociéndonos con la fuerza telúrica del carácter que nos ha permitido la supervivencia entre los no pocos avatares, con la dignidad incuestionable del cóndor que corona nuestro escudo y nuestros andes.

Una exposición artística que confío pueda llegar incluso a reconectarnos con la realización de la utopía que, todos soñamos para esta nación, y la resonancia poética de llamarnos colombianos.

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