Lo que más me estresa de la ciudad es moverme. Ni la inseguridad ni los altos precios que hay que pagar por vivir en una urbe, sino ir del punto A al punto B. Siempre ha sido así. Ya sea que viva en esa ciudad o esté de visita, pongo en el primer renglón de prioridades saber cómo voy a llegar a un sitio y de qué manera voy a volver a mi lugar de partida original.
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Quizá por eso camino tanto, porque algo en mí rechaza subirse a un taxi o a un bus, puro sentido de supervivencia. Tantas cosas hemos oído o vivido dentro de un vehículo de esos, que nuestro cuerpo sencillamente se opone montarse en uno de ellos. Por eso también salgo poco. A veces asumen que soy un huraño que odia a la gente, pero lo cierto es que me da pavor estar afuera y pensar que no voy a tener manera de volver a casa. Y si salgo, procuro que sea de día, no me gusta estar en la calle después de seis de la tarde porque, si me voy a quedar en el purgatorio sin saber cómo retornar a mi hogar, mejor que sea con sol y no a oscuras.
Por eso vivir en Bogotá se me hace tan difícil a ratos, pero quién dice Bogotá dice cualquier otra ciudad de este país. Yo puedo lidiar con muchas cosas de la capital porque en la sumatoria son más las razones por las que me gusta vivir acá que por las que no, pero sin duda la que más contrariedad me causa es la movilidad. Y no me refiero a los trancones, que por muy desesperantes que sean son en muchas ocasiones la consecuencia y no la causa, sino a no saber en qué encaramarme para transportarme.
Algo raro pasa en Bogotá con la movilidad, como si todos en la ciudad estuviésemos empeñados en volverla un caos. Los taxis no paran, y cuando lo hacen, abusan. Transmilenio fue hecho para ser rápido y seguro, y hoy no es una cosa ni la otra. En hora valle es soportable, pero en hora pico solo el desespero y la necesidad hacen que la gente se monte en un articulado de esos. Y encima está la horda de colados, escudándose en que el servicio es caro y malo para sacar a flote su incultura y su gusto por lo torcido.
Las administraciones llevan años persiguiendo a las plataformas digitales, y ahora amenazan con castigar a los usuarios con una multa que más o menos equivale a lo que cuesta un carro. Luego está el metro. La primera línea ya está en obra y alcaldesa asegura que el servicio se estará prestando sí o sí en 2028, así como en el pasado juraron que iba a estar andando en 1978, en 1990, en el 2000 y en 2022, por decir años al azar. El punto es que, así como nos maman gallo con todo, lo han hecho con el bendito metro. Siguen las polémicas de si hacerlo elevado o subterráneo, y así se nos va el tiempo o el dinero, porque parece que ahí está la plata: no en construirlo, sino en hacer estudios, uno detrás de otro, y que se rebatan entre ellos.
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Cuando me fui de Barranquilla a Bogotá sentí un alivio porque pensé que me estaba liberando de la recocha de los taxis sin taxímetro y de los buses sin letrero, sin saber que iba a caer en un sitio con su propio caos armado. Sea donde sea, algo raro pasa con nuestros mandatarios, que encuentran placer o dividendos en ponernos a parir cuando salimos a la calle. Si seguimos así en esta ciudad y prohíben las plataformas digitales de transporte, cambian el pico y placa y sabotean la construcción del metro, saldremos a las calles. No a protestar, sino a hacer nuestras vueltas a pie porque no queda de otra.