Cada cuatro años, cuando termina un Mundial, con nostalgia miro al cielo y le pido al destino, a Dios, Alá, Yahvé, el que sea que rige este universo, que me brinde la opción de vida y la salud para ver el siguiente. Lo hago porque amo este deporte, porque desde que estaba muy, pero muy pequeño recuerdo muy vagamente a mis padres ver la final del Mundial de 1978 y esos mechudos argentinos me llamaron la atención por su uniforme. Soy un enamorado del fútbol, lo jugué, lo estudié, he vivido de él, lo he llorado, lo he reído. Este mundial de Qatar 2022 lo enfrento con sensaciones raras: no siento la misma ansiedad, tengo la pasión anestesiada, pero igual voy a verlo con la retina atenta a lo que me seduzca desde la principal razón de ser de este deporte: la pelota.
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Cuando uno era pelado, el Mundial lo era todo. Hacer el álbum de Panini (el primero para mí fue el de España 1982), luego disfrutar de los partidos, luego coger el balón e irse a la calle a buscar a los amiguitos para jugar y poner en nuestra realidad lo que acabábamos de ver en la televisión, para ser ese Paolo Rossi que le clavó tres a Brasil, ser ese Rocheteau de Francia, emular las gambetas infernales de ese lateral italiano de apellido Cabrini o sufrir por la expulsión del Diego ante Brasil, cuando ese debía ser su Mundial, y tocó esperar cuatro años más para ver el orgasmo que se jugó.
Ahí, en medio de la inocencia de los años y del deslumbre por el fútbol mismo, el amor se centraba en la pelota, esa que en Argentina se llamó Tango; en México, Azteca y en Italia, Etrusco. Esos tres balones han sido los más bellos que se han podido diseñar en la historia de la humanidad. Ahí lo que importaba era eso: el Mundial, el balón y los jugadores. Uno no pensaba en que desde 1978 João Havelange empezaba a poner los primeros ladrillos de una de las mafias más descaradas y corruptas de la historia, que tiene como siglas Fifa.
Uno ahí creía que a los países los elegían por méritos, por ayudar a las sociedades, por como lo dice el eslogan: “For the Game, for The World”. Uno creía en esa realidad romántica cuando todo lo que ocurría era “For Pocket’s Sake” (por el bien del bolsillo, pero de los directivos corruptos). Ni siquiera nuestros padres hablaban de copas sucias, salvo cuando el gran Johan Cruyff decidió no asistir al Mundial del 78 en protesta por la realización del evento en medio de los muertos y las desapariciones de la dictadura argentina.
Educado bajo el manto de Havelange, un enano más peligroso, más mafioso y más ávido de poder se apoderó del fútbol y armó un cartel más poderoso y cuasi intocable. Blatter fue el dictador y el que, al lado de un comité ejecutivo de 24 tipos que le secundaban como “capitanes mafiosos”, más otros directivos segundones, pero hambrientos, vendió y prostituyó el fútbol a niveles de orgía que ni Calígula podría igualar. Documentales serios y bien hechos como Los entresijos de la Fifa (Netflix) y Los hombres que vendieron la Copa Mundial (HBO Max) cuentan de manera perfecta todo esto.
Qatar 2022 es la Copa más sucia de todas las copas. Cimentada en sobornos y en miles de muertos, la que ya perdió y siempre perderá en la historia es la misma Qatar con su régimen y su sociedad. Todo lo que quieran mostrar al mundo por medio de este Mundial no nos convencerá, sabemos lo que son y lo que hacen para lograrlo.
Rodará el balón, los jugadores harán magia con él y yo, que soy un romántico y no he dejado de amar y defender la esencia de este deporte, me dejaré seducir por la pelota porque ella, ella es la menos culpable de toda la fetidez.