Se quedó ahí, de pie, mirando hacia al frente, mientras una multitud enardecida venía hacia él. Todos corrían buscando refugio. Otros fueron “cazados”. Él esperó con la mirada altiva a los cazadores furibundos. Así, como la escena de la película en la que un señor va a la playa a ver el último atardecer mientras llega la ola del tsunami y la recibe con los brazos abiertos para que haga de él lo que le plazca.
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Mayer Candelo es un muy buen tipo. Es de la generación de futbolistas que ya están en vías de extinción, que tienen calle, barrio, códigos sagrados y que saben que hay cosas que están por encima de la plata en un deporte que ahora solo se mueve por la moneda misma.
Mayer tiene unos cojones de diamante. A sus 45 años, veintitantos dedicados al fútbol, este caleño de pura cepa tiene el cuero muy curtido para saber lo que es la cloaca del fútbol colombiano. Jugó en más de doce equipos y en dos de ellos, Cali y Millonarios, es ídolo absoluto. Vistió, a principios de siglo, la camiseta de la selección Colombia en momentos muy turbulentos. En Perú, con Universitario, fue campeón y “los cremas” lo quieren bastante. Candelo era un volante neto 10 con un talento impresionante y un sentido de liderazgo y pertenencia enormes. En sí, era uno de esos jugadores que uno añora y ya poco se van a ver en las canchas de este fútbol moderno atomizado por lo físico, la intensidad y el orgullo propio antes que el colectivo.
El Deportivo Cali hace menos de un año se coronó campeón y hoy, tristemente, vive una de las peores crisis de su historia. Si la cosa sigue así, el azucarero tendrá un aroma a la B y esto se percibe por un fuerte tufo que se ha posado sobre los rumores de que los directivos de su vecino rojo hicieron el paseo a la segunda división de manera premeditada para “limpiar al club y sanear sus finanzas”. Ahora, dicen en los corrillos vallecaucanos, el verde caleño, manejado muy mal y cambiando de presidente como de calzoncillos, también evalúa irse a las dizque “aguas purificadoras de la B”. Una vergüenza…
Mayer cogió esa “papa hirviendo”. Lidió con un camerino reventado, con un Teo siempre complicado, pero nunca renunció a su idea, su método, sus formas y códigos. Habló de frente, no dejó el barco tirado. Aguantó hasta que su propia integridad estuvo en riesgo y así le dio la cara a la hinchada hasta el último momento.
Lo que pasó en el estadio de Tuluá es el reflejo de la fetidez de nuestro balompié. Allá, vándalos invadieron y agredieron, como también ha pasado en otros estadios, ya que lo están cogiendo de “modita pospandémica”, pero hay otros vándalos, los de la corbata, que manejan corruptamente este fútbol nuestro. Ambos, los unos y los otros, bandidos vestidos de manera distinta, pero bandidos.
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En este estadio, con lo que pasó en el juego entre Cortulá y Cali, la tragedia por poco se escribe en mayúsculas. Patadas, empujones y puños recibieron algunos jugadores como Teo y el entrenador Mayer. Una puñalada se pudo colar con suma facilidad. Gracias al destino no pasó, pero lo que ocurrió es un asco y nada pasa a medidas serias, no en vano, la platica de la carnetización, los otros bandidos –los de corbata– se la “mecatearon en cositas”.
Mayer no corrió. Mayer los encaró. De pronto fue un valiente tonto por haberse quedado ahí, mientras que la turba de energúmenos llegaba hacia él para agredirlo. Lo que pasa es que, en hombres como Mayer, el huir no está jamás en el libreto.