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Opinión: El precio de las salchichas está fuera de control

“No quiero bajar la calidad de las salchichas que como y no quiero tampoco volver a un restaurante, lo que me tiene en un callejón sin salida”.

A quienes más me duele darles plata es a los taxistas. Para robar al cliente se han inventado una cantidad de tretas que van desde el clásico taxímetro adulterado que avanza a gran velocidad, hasta no poner la tabla de tarifas en el respaldo del asiento del copiloto. Luego están los que ponen una caja de pañuelos sobre el taxímetro, y los que para cobrar espichan el botón que hace la conversión y sale modificada la cifra a cancelar.

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El otro día me tocó uno que hacía las tres cosas juntas: taxímetro acelerado, no tabla de tarifas y al espichar el botón salía quince mil pesos en vez de los doce mil que debería aparecer. Lo supe porque cargo una copia de la tabla en el celular. Y aunque le reclamé, le di lo que me pedía para evitar problemas, sabiendo que había pagado quince mil por una carrera que usualmente no llega a los diez mil. Y ojo que creo que, siendo Bogotá una ciudad tan cara, los taxis deberían cobrar más, pero de manera oficial y no cuando y como al conductor se le antoje.

Luego están los restaurantes de lujo; ni mierda para esos putos. Golpeados por la pandemia, entiendo que necesiten recuperarse, pero es que han vuelto con sus arbitrariedades de siempre, que van desde cobrar jugos como si fueran hechos con agua de la fuente de la eterna juventud, hasta explicar le historia de vida del plato que uno pide para justificar que vale una millonada. Hace ya rato decidí no visitar restaurantes que en vez de comida venden experiencias, salvo que me inviten, eso sí, que soy tacaño, pero no pendejo. Si mis acompañantes aceptan pagar mi parte de la cuenta, voy, y si no, voy a uno más barato y como solo.

Que no pueda pagar los taxis no me trasnocha, que para eso están los buses y las caminatas, pero lo de los restaurantes sí me jode porque la alternativa es hacer mercado y comer en casa, pero los precios de los alimentos están alcanzando también niveles prohibitivos. Hago por estos días una crónica sobre cómo las alzas han afectado a los tenderos y eso es queja de uno y queja del otro, todos diciendo que hay productos que suben cada ocho días y otros que han presentado crecidas en los precios hasta seis veces en lo que va del año.

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Pues lo mismo pasa con el consumidor. Uno de los gustos que disfruto darme es ir a Carulla porque me hace sentir rico y porque encuentro todo allí sin necesidad de andar recorriendo la ciudad en busca de comida, pero últimamente he empezado a sentir que Carulla me está dejando atrás y que ya no clasifico para ser cliente suyo. Ahora recorro sus anaqueles solo para ver cuánto se han encarecido las cosas que solía comprar y cómo no puedo pagarlas. Y vean que no hablo de aceitunas importadas ni de jamón serrano, sino de la comida cutre que me gusta: salchichas, gaseosa y chocolatinas. Antes era salchichas, gaseosa y helado de chocolate, pero ahora comer helado, buen helado, es privilegio exclusivo de quienes pueden costear ir a Europa dos veces al año.

Lo de la salchicha me tiene de catre porque es mi plato preferido. Echo cuatro al microondas y después de minuto y medio me las como así solas, con mostaza o con sriracha (un plato que he bautizado salsriracha, directo competidor de la salchipapa) y quedo pleno para el resto del día. Pero es que el paquete de ocho salchichas que me gustan costaba hasta el año pasado $15.600, y desde entonces se ha pegado una trepada que no entiendo, siempre aumentando entre seiscientos y novecientos pesos hasta alcanzar hoy los $20.000. Así, un día pasaron a dieciséis mil y punta, luego semanas después a diecisiete mil algo, y al mes siguiente a diecinueve mil y fracción, hasta alcanzar su costo actual.

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Ir ahora al supermercado y no saber qué precio va a salir en la etiqueta me tiene con los pelos de punta, casi tan desesperado como los tenderos a los que estoy entrevistando. No quiero bajar la calidad de las salchichas que como y no quiero tampoco volver a un restaurante, lo que me tiene en un callejón sin salida. La pandemia no solo me dejó una marcada incapacidad para socializar, sino un serio problema con gastar plata en lo que considero banalidades como comprar ropa y e ir restaurantes donde te malcrían a punta de atenciones y te hacen creer que eres de mejor familia. Yo solo quiero comer salchichas en paz en mi casa mientras veo televisión porque ir a restaurantes a comer con amigos es en realidad un plan aburrido que está sobrevalorado.

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