Hace rato le perdí la gracia a Twitter, solo sigo allí porque es una herramienta de trabajo. Sin embargo, la semana pasada volví a divertirme como en sus inicios con un tuit que hablaba sobre el tema de dejar propina en los restaurantes.
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El mensaje decía los siguiente: “No les parece que la pregunta “¿desea incluir el servicio?” volvió la propina casi una obligatoriedad, porque personalmente me da pena negarme. Creo que ese ofrecimiento lo debería hacer el usuario más no quienes entregan el servicio. Por lo menos 10 mil más que ya hay que pagar”.
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Yo traté de leer las más de quinientas respuestas que tuvo el tuit y puedo decir que nunca en la vida había visto tanta gente junta justificando su lichiguez. Porque lo que escribieron algunos para justificar el hecho no dejar propina no los hace tacaños, sino líchigos, que es diferente. Al tacaño le duele gastar plata, mientras que el líchigo se aferra como sea a unas pocas monedas. Y entiendo que no todo el mundo tiene para dar propina y que en Colombia dos mil pesos pueden descompletarle a cualquiera el pasaje del bus, pero la solución es fácil por feo que suene: no ir a un lugar donde se deje propina.
Y es cierto que no es una obligación, por eso en el restaurante preguntan al cliente si quiere darla, pero es que los meseros viven de ella más que del sueldo. Yo no lo entendí hasta que fui mesero (dos veces, una en Colombia y otra en el exterior) y desde entonces no puedo no dar propina en un restaurante. Y cuando la plata no me alcanza, voy a un lugar donde no se acostumbre dejarla, ya sea un puesto callejero o un restaurante de mostrador.
La historia de la propina tiene tanto de largo como de ancho, y entiendo que haya polémica y confusión no solo sobre si dejarla o no, sino acerca de cuánto dejar. Pero es que, además de eso, los colombianos somos conchudos y abusivos. Pregúntele usted a cualquier mesero de un restaurante promedio cuántos clientes le dejan propina y se sorprenderá. Y hay que ver lo que joden los comensales: ¿me traes más agua?, ¿tienes ají?, ¿podría cambiarme la ensalada por más papa?, ¿puedes acercarme esa silla? Exigen como si fueran Carlos de Inglaterra y pagan como hijo vecino. Y al final se van con cara de ponqué, con una risita entre descarada y penosa sin haber dejado nada, dando las gracias una y otra vez como si eso fuera una compensación.
Si se dan cuenta, en el tuit dice que dar propina debería quedar a discreción del consumidor. Y aunque de alguna forma es así porque, insisto, los restaurantes suelen preguntar al cliente, si por de un colombiano dependiera, la propina no se dejaría nunca. De hecho, cuando fui mesero fuera del país, los que peor propina deban eran los latinos, colombianos incluidos. Eso sí, era los que más exigían.
Y si se fijan en las respuestas también, muchos dicen que no dejan propina cuando el servicio es malo. Pero es que conozco a los clientes y se agarran de lo que sea para quejarse por una mala atención: que la comida llegó fría o las bebidas calientes, que se demoraron mucho, que la salsa no fue la que pidieron y así con cualquier nimiedad para justificar que no estuvieron bien atendidos y así ahorrarse esa plata.
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Lo peor es que me metí a algunos perfiles de los que participaron en la discusión y en sus tuits se las dan de críticos con la sociedad actual, de justicieros, de biempensantes que luchan por un mundo mejor. Pues será solo de palabra y detrás de un teclado, porque a la hora de pasar a la acción y darle la mano a alguien que les presta un servicio se les sale lo retrógrado y no aflojan la billetera ni si los obligan.
Poco se habla de los meseros sin propina porque es un tema menor en un país ahogado en la pobreza y la corrupción, pero lo cierto es que son un ejército silencioso, un problema extendido que no tiene doliente. Viéndolo bien, las respuestas al tuit no dan risa sino rabia y explican a su manera por qué somos un país pequeño y cortoplacista donde nos jodemos los unos a los otros.