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Todas las mujeres son brujas

Cuando leía ‘Cien años de soledad’, la primera persona que vi retratada en ese largo relato fue a mi madre. La vi a través de Úrsula Iguarán

Dicen los señores que todas las mujeres son brujas. La diferencia entre unas y otras radica en que, con los años, algunas pierden la escoba. Mi madre solía tener el extraño don de predecir situaciones. Un día se levantaba y decía: “Hoy van a llegar noticias”. Y, en efecto, en la tarde llegaba el cartero. Decía: “Hoy va llover”. Y, aunque no había el mínimo rastro de nubes en el cielo, poco después se descomponía el día y se desataba el aguacero. Ella creía que los muertos nos hablaban desde el otro lado, como sucedía con Úrsula Iguarán.

Creía, como doña Tranquilina, la abuela guajira de Gabriel García Márquez, que nuestros muertos nos hablaban durante el sueño y nos alertaban de las posibles tragedias. Mi madre nunca leyó un solo libro del Nobel colombiano, pero parecía haberlos leído todos, en particular la novela capital y ese relato genial del coronel que espera una pensión que jamás llega. Casi nunca llevaba a sus hijos al médico porque ella sabía qué planta servía para el dolor de estómago, cuál aliviaba los dolores menstruales de sus hijas y cuál de todos esos yerbajos que crecían en el patio servían para limpiar el hígado, desinflamar el colon o parar el vómito.

Cuando leía ‘Cien años de soledad’, la primera persona que vi retratada en ese extenso relato fue a mi madre. La vi a través de Úrsula Iguarán, a través de esa casa grande y blanca de madera cuyas puertas y ventanas no se cerraban nunca. Mi madre no era guajira, pero algunos de sus ancestros provenían de aquella región alucinada, habitada por indios contrabandistas que, según el mismo Gabo, no diferenciaban la realidad de la fantasía. La vi a través de las prolongadas actividades del hogar. Era una mujer fuerte e infatigable, como Úrsula, que se ponía en pie a las cuatro de la madrugada y se iba a la cama con la caída de las primeras sombras de la noche. Era como una hormiguita. Coincidencialmente, se llamaba Francisca, como esa tía de Gabo que inspiró a Amaranta porque un día se le ocurrió sentarse a tejer una mortaja, ya que tenía el presentimiento de que pronto el Señor mandaría a sus ángeles a buscarla.

Esa primera lectura de ese libro magistral fue para mí como una revelación. Allí conocí por primera vez el significado amplio de la palabra hipérbole. No era una acepción cualquiera sino la manifestación de una axiología que estaba allí frente a mis ojos, pero que solo logré ver a través de las páginas de ‘Cien años de soledad’. Allí también descubrí al parsimonioso de mi padre, quien, a lo largo de su vida, había engendrado más de veinte hijos y en la punta del pene, como decía uno de mis hermanos, había colgado la palabra continuará.

Asimismo, logré ver la conexión entre este y el legendario coronel Nicolás Ricardo Márquez, unida por ese hilo pasional de la Guerra de los Mil Días, de la que mi viejo hablaba como si la hubiera vivido, y que siempre terminaba dando luz sobre los trágicos hechos del 9 de abril de 1948.

Volví a leer la novela dos años después para descubrir que Gabriel García Márquez no había inventado mucho. La hipérbole era una condición natural del ser costeño y las Amarantas habían existido siempre. Una vecina contaba reiteradamente la historia de su hermana a la cual el novio dejó esperando en el altar y como despecho nunca volvió a casarse a pesar de que, como Penélope, no le faltaban pretendientes. La Rebeca que arrancaba los cascarones de cal de las paredes para comérselos a escondidas era una vecina de siete años, de piel casi transparente, que su madre le erradicó el hábito con batidos de cristal de sábila y jugo de piña expuestos al sereno, una receta que, según contaban, no solo le limpiaba los riñones y el hígado, sino que también le expulsaba los parásitos en forma de pequeñas pelotas de pipón.

La historia de Rebeca y las bacanales de sexo con su primo ya eran un lugar común en el barrio donde crecí, pero también la historia de la madre que vende la virginidad de la hija por unos pesos y luego sigue vendiendo a la chica ante los ojos de una comunidad impávida porque la regla de oro era que cada quien hacía con su culo lo que le venía en ganas sin que nadie interviniera.

A través de este intenso relato de García Márquez pudo entender esa realidad literaria de la costa norte colombiana que es, sin temor a equivocación, reflejo de la realidad cotidiana. García Márquez logró captar como ningún otro novelista las manifestaciones culturales y la esencia de un espacio olvidado por las políticas del Estado, pero querida por las fuerzas de las palabras del más universal de los fabuladores latinoamericanos.

Cuenta Ángel Rama en uno de sus ensayos que Alejo Carpentier solo pudo entender el Caribe en su paso por París. Particularmente, empecé a entender la realidad de la costa a partir de los relatos de García Márquez. Empecé a entender que Úrsula Iguarán era el paradigma de las mujeres del Caribe, un ser tan consciente de su rol de madre que no necesitaba tener a un hombre a su lado para defender el hogar como gata bocarriba.

En Twitter: @joaquinroblesza

E-mail: robleszabala@gmail.com

*Docente universitario.

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