Detener una imagen en la mente es una decisión, mucho más en estos tiempos en los que vivimos abrumados de imágenes de las tantas pantallas que consumimos. En medio del desorden de la sobreoferta visual, a veces detenemos y guardamos en nuestra mente escenas valiosas: una mirada, una sonrisa, una escena de una película. Sucede que con la película La ciudad de las fieras he decidido mantener muchas de sus imágenes. Ya han pasado varios días desde que la vi y aun así quiero mantener los campos de Santa Elena en mi cabeza, como referente de paisaje de un lugar en el quisiera vivir; quiero recordar al protagonista haciendo freestyle con el tema de los falsos positivos para confirmar que muchos jóvenes honran más la memoria de país de lo que hacen decenas de medios de comunicación; y quiero también volver al plano en el que las miradas de abuelo nieto gritan cuidado y amor verdadero.
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Cómo una escena te puede transformar. Cómo una película lo puede hacer. La relación que establecemos con una película pasa por las experiencias personales. La ciudad de las fieras me hizo recordar la relación con mi padre y también me llenó de nostalgia frente a lo que considero en este momento es mi familia. Compartimos experiencias personales. Cuando nos sentamos a hablar con amigos o con desconocidos reconocemos luchas, dolores, miedos y sueños. Tenemos la visión del otro, pero al final nos damos cuenta que aquello que pensamos individual, es universal. Por eso La ciudad de las fieras es una película que aunque se cuenta desde Medellín nos habla de todas nuestras ciudades, de todos nuestros universos. Y eso es lo maravilloso del cine, que logre conectar con lo que llevamos dentro a pesar de verlo reflejado en otros cuerpos, otras mentes, otros escenarios.
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“Me verás luchar, sin rendirme, hasta que me muera”. Esta frase refleja un poco la vida de Tato, el protagonista, un joven de 17 años que se enfrenta muy temprano a la crudeza de estar solo en la lucha por sobrevivir. Cuando muere su madre y solo tiene a sus amigos, evita el camino de la violencia y va en busca de su abuelo, al que nunca ha visto. Huye de la ciudad de las fieras y llega al campo. Entonces el espectador es testigo del contraste del caos de la ciudad con la tranquilidad de la naturaleza, pero también el de la visión de alguien que apenas empieza a explorar el mundo y aquel que está viendo marchitar su existencia. Esto con una dirección magistral tanto narrativa como estética, que permite que la experiencia frente a pantalla sea única. Ahora puedo decir que no he visto película colombiana como esta, que no he visto película como esta.
El director de la película, Henry Rincón, dice que con su segundo largometraje refleja la etapa de la juventud en su recorrido como cineasta, y que ya trabaja en lo que será la adultez de su proceso como creador. Alojaré entonces las escenas de La ciudad de las fieras en mi mente mientras la promesa de nuevas, con otra historia, llega. Hay que seguirle la pista a este director, que deja ver cómo el cine colombiano ha madurado con el paso de los años, gracias a las políticas que han impulsado el sector, pero también al talento de los creadores.