Era el jueves 15 de abril de 1993. Cursaba yo segundo semestre de Comunicación Social y Periodismo en la Universidad Javeriana, y al filo de las 11 de la mañana salí de clase. Tenía un “hueco” largo y la siguiente clase era a las tres de la tarde. Convencí a tres buenos amigos para que me acompañaran hasta la casa de mi papá por algo de dinero, almorzar y luego regresar a la universidad para seguir con la jornada académica.
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Pablo Escobar se había fugado de la cárcel –hotel– mansión de La Catedral, en Envigado, andaba prófugo de la justicia, lo tenían asediado los Pepes y la fuerza pública, y trataba infructuosamente de buscar acercamientos con el Gobierno para renegociar algo que les diera tranquilidad a él y a su familia. Las bombas en diferentes sitios de Bogotá y Medellín retumbaban en cualquier momento y lugar, al igual que los muertos de todos los bandos que aparecían en las calles.
Con Ana María, Santiago y Diego decidimos irnos a pie hasta la 94 con carrera 11, lugar en donde vivía mi padre. La caminata desde la 45 con Séptima era larga, pero teníamos el tiempo, las ganas e irnos vitrineando mientras que hablábamos de cualquier tema era un plan agradable.
Tomamos toda la Séptima hasta la 72 y de ahí bajamos hasta la 15. Entre risas, tertulia y parar en cualquier vitrina para ver lo que fuera, la caminata transcurría de manera amena mientras nuestros morrales de estudiantes universitarios se pavoneaban en nuestra espalda.
Eran las 12:40 y ya íbamos en la carrera 15 con 90 cuando pasamos por un local comercial en el que vendían afiches de todo tipo de temáticas, y decidimos entrar. Fue algo súbito y ahí empezamos a ver carteles de películas, de Dalí, Warhol y otros temas de arte. Con el presupuesto de estudiante que manejábamos era claro que no compramos nada. Yo los afané porque la cita con mi papá era a la una en punto, él poco esperaba y yo necesitaba la platica que me iba a dar. Caminamos y justo cuando estábamos cruzando la salida del local, un estruendo nos hizo retroceder. Fue un sonido único, de esos ruidos que pareciera que tienen cuerpo y te tocan. Todo se movió. Nosotros nos miramos, avanzamos unos pasos y ahí vimos la escena del terror.
Llegamos a la 92 y todo era caos. Una nube de espeso humo negro, mezclada con fuego y llamas, se levantaba al frente del Centro 93. Al frente, una tradicional venta de muebles había desaparecido, ahí habían puesto el carro bomba.
Recuerdo que vi mucha gente ensangrentada, algunos caminaban como zombis. En cuestión de segundos sonaron sirenas, llegaron ambulancias, aparecieron cientos de policías, no en vano, en ese sector había muchas sedes diplomáticas, un CAI y muchos bancos.
Caminamos por el costado sur del centro comercial. No queríamos quedarnos cerca, no se sabía qué más podía pasar y solo queríamos llegar al apartamento de mi padre para informar que estábamos bien.
Jamás olvidaré que mucha gente gritaba que había que matar a Pablo Escobar. Yo sentía el mismo deseo. Pero de un momento a otro las personas empezaron a pedir que por favor bombardearan a Medellín y acabaran con esa ciudad. Yo miré lelo eso. Me dolió, pero entendí que eran las consecuencias de la guerra y del bombazo.
La del Centro 93 fue una de las últimas bombas que puso Escobar antes de ser dado de baja. Los 150 kilos de dinamita que estallaron en un carro que parquearon al frente del centro comercial, sobre la 15, dejaron ocho muertos y 242 heridos. Más de 100 locales comerciales quedaron destruidos y las pérdidas fueron de más de 1.000 millones de pesos.
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Me salvé junto a mis amigos por cinco minutos. El entrar a ese almacén a ver afiches salvó mi vida.
Me vi la miniserie Noticia de un secuestro, que acabó de estrenar Amazon Prime y de nuevo esos años de guerra contra Pablo Escobar revivieron en mí. Nuestra generación convivió con ese terror, salimos adelante, pero seguimos pagando las heridas que se abrieron y la herencia de esa asquerosa ‘cultura traqueta’.