El uribismo no está muerto. Y no lo está porque la sociedad colombiana es tradicional y mayoritariamente conservadora. Ese conservadurismo ha adquirido una condición de aceptación universal a través de la religión, pues Colombia, no lo olviden, es uno de los tres países más católicos de la región.
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La aceptación irrestricta de un postulado sin su respectivo análisis, donde solo se mira uno de sus lados, es un acto de fe. Y la fe no es más que un salto al vacío, ya que implica la aceptación no comprobada de algo que se escapa de nuestros sentidos, de nuestra comprensión del mundo, algo que no hemos tenido la oportunidad de corroborar, pero que por esa condición “mágica” de las creencias y costumbres sociales la aceptamos sin cuestionar. De ahí que los “milagros” sean asociados siempre a las deidades: esos seres tan abstractos como las expresiones cielo e infierno, Dios y el alma.
El conservadurismo es pues, sin duda, una vuelta al pasado. Una manifestación irrestricta del statu quo. No olvidemos que la cultura es un proceso de aprendizaje donde las axiologías juegan un papel importante en la formación de los individuos. La imitación se constituye, de esta manera, en el eje trasversal en la aprehensión del conocimiento. En ese ejercicio, el niño imita el comportamiento del padre, y la niña, que aún no guarda el equilibrio al caminar, se calza los tacones altos de la madre y desfila frente al espejo.
En ese largo proceso, las costumbres y las creencias dan como resultado una forma particular de mirar el mundo que nos rodea. Esa valoración del espacio y las acciones están siempre presentes en las decisiones, y las decisiones son las que al final definen la posición frente a los hechos. Mientras que el conservadurismo mantiene vivo los abolengos, el liberalismo, por el contrario, busca hacerlos añicos. En este último, el valor del sujeto no está ligado a su pasado (de dónde viene o a qué clase pertenece), sino en las cualidades intrínsecas del ser humano. No importa si eres rico o pobre, blanco o negro, indígena o mestizo, porque lo verdaderamente importante son los méritos del sujeto.
De ahí el valor del triunfo de Gustavo Petro y Francia Márquez: dos sujetos sin abolengos políticos ni familiares, dos “nadies” que rompieron los ejes de una tradición en la que los delfines presidenciales han estado siempre más cerca de la Casa de Nariño. De ahí que el concepto de “cambio”, caballito de batalla del líder del Pacto Histórico, empiece a tener todo el sentido del mundo, y esa valoración simbólica, ese espacio de negociación del que hace referencia Bourdieu, sea en este aspecto menos simbólico y más realista.
Sin embargo, esa realidad que vivimos y que hace parte no solo de la “Colombia profunda”, no se puede cambiar por decreto como en la celebrada novela “1984″ de Orwell. Esa realidad nos recuerda que la patria del “Sagrado Corazón” es una de las más desiguales del hemisferio, con los dirigentes políticos más ladrones del Cono Sur, con unos niveles de pobreza que afectan a unos 28 millones de ciudadanos, donde cada tres días se produce una masacre en cualquier lugar de la geografía nacional y mueren por inanición y enfermedades prevenibles más de siete mil niños al año. Esa realidad nos recuerda también que la “ética” es solo una palabra en el diccionario, y que los “méritos”, esas cualidades que hacen parte de los seres humanos, no son relevantes cuando se anteponen los intereses particulares.
Lo anterior no solo se refleja en la escogencia de un incompetente para dirigir un ministerio, como ha pasado en Colombia a lo largo de doscientos años de República, o desarrollar una labor que implica la puesta en escena de la experiencia y conocimiento del individuo. No solo se refleja en el pago de cuotas burocráticas, esos acuerdos programados de partidos que afectan los intereses ciudadanos y benefician a un pequeño grupo social, sino también en actos, en apariencias sin importancia, como saltarse la fila, volarse el semáforo, hacer triquiñuelas para no pagar impuestos o trampas a la hora de presentar un examen.
Particularmente, no dudo del interés y la honestidad de Gustavo Petro por acabar, de una vez y por siempre, con ese cáncer de la corrupción que ha hecho metástasis en todos los niveles de la sociedad colombiana. No dudo de su deseo de sacar al país de esa guerra cruenta que vivimos desde hace casi sesenta años y que pudo evitarse con tan solo ceder unas hectáreas de tierras improductivas del Estado a unos campesinos que estaban muriéndose de hambre. No dudó de su interés por disminuir la pobreza, que hoy alcanza los 21 millones de ciudadanos, y el alto desempleo que dejó la pandemia del Covid-19 y que profundizó las decisiones erradas de Iván Duque al presentar un proyecto de ley que buscaba gravar productos de la canasta básica y que desembocó en las protestas nacionales más multitudinarias de la historia de esta empobrecida nación.
Lo que sí me producen dudas, y aquí hay que ser claro, es la posibilidad inmediata de un cambio total, ya que toda transformación, por muy sutil que parezca, es el resultado de un proceso, y los procesos son generalmente lentos. Creer, pues, que con la llegada de Petro a la Casa de Nariño nos convertiremos en la Suiza latinoamericana al finalizar de su cuatrienio, es solo una ilusión. Doscientos años de saqueo institucional, largos y continuos; doscientos años de pobreza sostenida y alimentada por una clase política podrida; doscientos años de triquiñuelas para robarse el presupuesto de la nación, departamentos y alcaldías no se eliminan de un plumazo como quien borra un tablero. Hay que tener claro que los hábitos (costumbres y creencias) son sin duda columnas vertebrales en la estructura mental de las sociedades. Y cambiarlas requerirá de un milagro de esos de los que habla la Biblia y vociferan frenéticos los evangélicos en las esquinas y plazas de las grandes y pequeñas ciudades de Colombia.
(*) Profesor. Magíster en comunicación.
Twitter: @joaquinroblesza