A la izquierda, una foto mía de 2016 sosteniendo ‘Todos tenemos una historia que olvidar’, libro que escribí y publiqué ese mismo año. En su momento se encontraba en librerías en alrededor de $40.000 y no le fue mal. Los ejemplares se agotaron y hoy es difícil de encontrar porque la editorial decidió no sacar más ediciones. Cuando me preguntan por él, recomiendo que lo descarguen en alguna plataforma digital, ya que en físico no se encuentra.
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O al menos eso pensaba yo, porque la foto de la derecha fue tomada la semana pasada en Bogotá y en ella se puede ver un ejemplar pirata de mi libro. Me la mandó una amiga diciéndome que su prima había comprado el ejemplar en Transmilenio por dos mil pesos y que no me conocía, solo le pareció llamativo el título y quiso saber de qué se trataba la historia.
El mensaje inesperado de mi amiga vino del pasado, como una visita de ultratumba. Seis años han pasado desde que salió aquel libro y yo ya lo veo como un lejano recuerdo. Los libros que uno escribe ya no son propios, dejan de serlo apenas ven la luz; lo único que nos sigue perteneciendo es aquello que tenemos pensado publicar a futuro.
Dos mil pesos, el cinco por ciento apenas de su valor original. ¿Cómo hacen para que sea rentable? ¿Cuánto les cuesta producirlo para lograrle alguna ganancia? ¿Cómo hacen, a ese precio, para que les quede bien armado y que al lector no se le desbarate apenas lo abre?
Desconozco por completo el mercado de la piratería, pero al ver mi libro chiviado quise aprender algo al respecto, empezando por saber a quién se le ocurre falsificarme. ¿Quién confía tanto en mí que es capaz de decir “En los libros de este man hay plata, hagámosle”? Y a dos mil pesos, por favor, menos de cincuenta centavos de dólar. ¿Cuántos ejemplares hay que vender para pagar un almuerzo, un arriendo, un par de zapatos? Que falsifiquen a, no sé, J.K. Rowling, que ha vendido más de quinientos millones ejemplares de toda la saga de Harry Potter, vaya y venga. ¿Pero a mí, que escribo a ratos y que cuando llego a la casa de mi madre preguntan en la puerta que quién es? Insisto, mucha fe me tienen.
No sé si estar ofendido u honrado. Debería sentirme lo primero, irritado incluso, de que gente inescrupulosa se lucre de mi trabajo intelectual, de mi esfuerzo, pero me siento más lo segundo, orgulloso y honrado, incluso feliz de que mis palabras ronden por ahí y le lleguen a uno que otro desconocido. Y parecen poca cosa esos dos mil pesos que valen mis pensamientos, pero lo cierto es que con ellos he entrado sin querer a hacer parte del negocio criminal más grande del mundo. La falsificación de objetos mueve tanto o más dinero que el narcotráfico, y mientras que lo segundo está satanazido, lo primero es visto como un mal menor. Los piratas reproducen sin permiso desde libros de J.K. Rowling y Adolfo Zableh, hasta carteras Prada y señales de televisión.
Y es tan lucrativo porque casi todos hemos participado del baile alguna vez. Ahora porque hay más opciones, pero antes ir a comprar mercancía a San Andresito un domingo era más que común que ir a misa. Y eso de robar señal es también muy frecuente. La gente se opone a pagar Win porque le parece un robo, y también he oído de un dispositivo que parece una USB y que al conectarlo al televisor tienes infinidad de canales con pagar apenas una pequeña suma anual a un tipo que vaya uno a saber qué hace con el dinero que recibe. Vivir, supongo.
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Pues eso, que quería contarles que a ahora soy un autor pirateado. La noticia me hace tanto o más feliz que la primera vez que fui un autor publicado, por allá a finales del siglo pasado, cuando apenas era un estudiante y vi ‘Del domingo al vacío’, mi primer libro, en la vitrina de la librería Lerner en el centro de Bogotá.