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Lo que Gustavo Petro no debe olvidar

En el publicitado triunfo de Gustavo Petro no estaba revivir a Álvaro Uribe, un político nefasto que le ha hecho tanto daño a la clase obrera del país como lo hicieron en otro momento figuras tan despreciables como las de Laureano Gómez Castro y Mariano Ospina Pérez. Tampoco creo que Juan Manuel Santos estuviera pensando en hacer lo mismo cuando tomó la decisión de realizar una consulta para preguntarles a los colombianos si querían o no la paz.

En esa corta lista de los más sanguinarios que han llegado a la Casa de Nariño, Uribe Vélez les gana a Gómez y a Ospina, no por puntos sino por nocaut, para utilizar una analogía boxística. Incluso, me atrevería a asegurar, por el tiempo que estuvieron en el poder y el número de muertos que registra la historia, el dos veces presidente de los colombianos (2002-2010) deja lejos en esa carrera a otros nefastos y sanguinarios que gobernaron a sus respectivos países bajo una férrea dictadura, como lo son Augusto Pinochet y Jorge Rafael Videla.

Como el vuelo lleva implícito el precio de la caída, como escribió un poeta, de la reunión entre los líderes de la Colombia Humana y el Centro Democrático los puntos los ganó el segundo. Petro solo estaba cumpliendo con una promesa de campaña: llevar a cabo un Pacto Histórico entre todas las fuerzas políticas del país que finalice con la violencia histórica de más de medio siglo. La reconciliación entre los colombianos es necesaria si se quiere llegar a la paz, pero no hay que olvidar que a Uribe le importa un carajo la paz porque él prefiere ver mil veces a un guerrillero en el monte que en el Congreso. Por eso, genera suspicacia la aceptación sumisa del triunfo de Gustavo Petro. Uribe, no lo olviden, no suele dar puntada sin dedal. Detrás de cada uno de sus actos hay toda una preparación metódica. Ninguna de sus decisiones es el resultado del azar. Hay en él un analista, un cavilador, un tipo con los cien ojos Argos que, como asegura el refrán, cuando no gana una apuesta, la empata, y si la ve pérdida la embolata.

La muestra de lo anterior fue el proceso de paz con las Farc y su apuesta por tumbarlo. Y si es cierto que no pudieron acabar del todo con ese proyecto que buscaba evitar 2000 muertos al año, Uribe y su partido hicieron todo lo que estuvo a su alcance para que fracasara. No solo llevaron a cabo una campaña sucia que hizo ver a Santos como el hombre que le entregaría el país y sus instituciones a la guerrilla, sino que también aseguraron, para crear terror, que si ganaba el “sí” en la consulta por la paz, Colombia se convertiría en Venezuela, los chicos se volverían gais por la implementación en las escuelas de las cartillas sobre diversidad sexual, habría un éxodo histórico de nacionales al exterior, habría fuga de capital extranjero, la economía se vendría al piso y la inversión social desaparecía. Todo porque el uribismo solo gana en medio del conflicto armado, la paz los mata políticamente. Y ellos lo saben.

De manera que la aceptación incondicional del nefasto y oscuro personaje del triunfo de Petro en las urnas deja en una gran mayoría de colombianos muchas dudas. Uribe, téngalo claro, no se rinde fácilmente. No es de los que acepta un “no” por respuesta, al menos que lo que busque sea la negación de algo. Lo dejó claro cuando movió cielo y tierra para hacerse reelegir. Hizo todo lo que estuvo a su alcance para lograr la meta trazada, y cuando los cálculos no le dieron el resultado esperado, les consultó a los colombianos si querían o no su reelección. Luego vino la compraventa de votos de las mayorías del Congreso (notarías, cargos públicos a familiares y cercanos de los senadores, embajadas y un largo etcétera) y toda la tramoya que el país conoce y mucha de la que todavía permanece debajo del tapete. Pero lo importante de este juego sucio consistió en que el beneficiado de la tramoya nunca se enteró porque esa fue una decisión unilateral de sus funcionarios, quienes nunca, curiosamente, le informaron de sus visitas a las oficinas de los legisladores para convencerlos de votar el proyecto que cambiaría “el articulito” de la Constitución y que llevaría al jefe a postularse a una nueva elección presidencial.

A Álvaro Uribe no hay creerle ni siquiera cuando va a la iglesia y se arrodilla frente al altar. Cada acción suya está motivada por la búsqueda de un objetivo. No es fortuito que siempre haya un fotógrafo o una cámara siguiéndole los pasos. No es fortuito que haya siempre información, registros e imágenes del abuelo bonachón que pasea a sus nietos en una vieja carreta de construcción en algún rincón de su inmensa finca antioqueña. Se necesita ser muy inocente (quizá tarado) para creer que todo lo anterior es espontáneo y no el resultado una estrategia publicitaria bien planeada, creada a la imagen y semejanza del oscuro y maquiavélico personaje.

Nunca he creído en esa sentencia que asegura que a los amigos hay que tenerlos cerca y a los enemigos mucho más cerca. Seamos serios. A los enemigos hay que tenerlos lejos, a cientos de kilómetros de distancia para no darles papaya y así evitar una posible afectación. Al ladrón lo hace la ocasión, reza un refrán. Los amigos siempre serán amigos, aunque no estén a nuestro lado.

Veo a Gustavo Petro muy relajado con su triunfo, muy amigable con sus enemigos políticos, muy sonriente con aquellos que nunca lo bajaron en sus discursos y entrevistas de guerrillero, asesino y hampón. La historia no hay que olvidarla: a Salvador Allende lo mataron por confiado y tener a sus enemigos muy cerca, compartiendo en la Casa de la Moneda funciones que nunca debieron realizar, compilando información sensible para luego darle el tiro de gracia.

(*) Magíster en comunicación y profesor universitario.

En: Twitter: @joaquinroblesza

Email: robleszabala@gmail.com

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