“Ante todo era sencillez, rusticidad, paz. Y de pronto el valle se vio invadido de máquinas; el mediodía fue roto por el grito estridente de las sirenas… Así como el paisaje, los rostros cambiaron también. Ya no era la cara ancha y sonrosada del sembrador; ya no las mejillas frutales de las muchachas ni los ojos risueños de los niños. Eran semblantes deformados por grandes cicatrices; con hirsutos pelos que les daban apariencias bestiales, ridículas…; eran ojos asustados, huidizos, brillantes de codicia, señalados por las huellas imborrables de crímenes del pasado. A eso lo llamaban algunos, pomposamente, civilización”.
Repasar la historia de nuestro país es ver las profundas marcas que la violencia, la injusticia y la desigualdad han dejado en lo que somos. Bien lo supo mostrar el maestro Fernando Soto Aparicio, fallecido en 2016, en su novela «La rebelión de las ratas», un doloroso retrato de la realidad de millones de personas en el mundo del cual se extrae la cita del párrafo anterior.
El libro sigue la vida de los Cristancho, una familia desplazada del campo que debe reubicarse en un pueblo llamado Timbalí en busca de oportunidades. Al llegar allí, les recibe una calle que divide las mansiones de los extranjeros con dinero de las construcciones de latón en donde los pobres como ellos deben resguardarse. Esta parte del territorio ha sufrido los efectos de la minería indiscriminada, la cual exterminó las tierras agrícolas y transformó el paisaje verde en un territorio estéril.
Trabajar en las minas de carbón se convierte en la única opción laboral para los hombres del lugar, quienes deben trabajar horarios extendidos y en condiciones infrahumanas para poder mantener a sus familias y evitar morir de hambre. Y para las mujeres la situación también es crítica, pues su cuerpo termina convertido en el único instrumento para subsistir.
Toda la violencia que puede representar un escenario como el ya narrado queda plasmada en la novela gráfica de esta destacada obra de la literatura colombiana, adaptada por Luis Silva, con ilustraciones de Julio Segura y publicada por Panamericana Editorial.
Las pasadas 100 páginas de este libro evidencian en sus viñetas el encuentro entre el miedo y la esperanza, en el que esta segunda termina sometida ante la indolencia de un sistema que no es igual para todas las partes y la impotencia de quienes ven pasar sus días como meros actos para sobrevivir.
La paleta de colores y las expresiones de los personajes cobran una importancia tremenda a la hora de configurar la atmósfera de una novela gráfica, y en esta especialmente queda clara esta labor. Cicatrices, lágrimas y dolor son las protagonistas del recorrido que siguen Rudecindo, Pastora, sus hijos y los demás habitantes de la zona. Los rostros de tantas personas que han jugado sin tener oportunidades para ganar en una partida en la que siempre son los mismos quienes se llevan el premio.
Soto Aparicio recalcó en cada oportunidad que tuvo lo trascendental que fue para él y su carrera la novela «Los miserables» de Victor Hugo, notoria inspiración para la defensa a los oprimidos, a los nadie, que representa «La rebelión de las ratas», esencia que no abandona esta adaptación llena de víctimas de una violencia sistemática y un entorno corrupto que siguen vigentes 60 años después.
“Mientras seamos máquinas de producir dinero, estamos perdidos. Se pierde la conciencia del valor individual, del valor de la persona, del valor del ser humano. Y yo considero que eso es lo primero que debemos rescatar para que esto tenga salvación” dijo el autor en alguna entrevista, acotación que guarda profunda relación con la crítica al concepto de progreso por el que la humanidad ha apostado, en el que lo único que importa es el dinero.
Para escribir este libro, el maestro Soto Aparicio trabajó durante 15 días en las minas de La Chapa en Paz del Río y se puso en los zapatos de cientos de hombres que se hundían en la tierra por más de 10 horas al día para llevar algo de comer a casa. Y a ellos dedicó esta novela que no podemos olvidar, pues es necesario reconocer a quienes que no han tenido los mismos privilegios que nosotros, a aquellos para los que la esperanza es una utopía, a los desposeídos, a los desamparados y olvidados. Porque solo construyendo memoria histórica, la justicia y la equidad social podrán tener verdaderos cimientos. Porque aún hay muchos pueblos como Timbalí y muchas familias como los Cristancho que merecen una oportunidad de vivir mejor.
Ojalá esta novela gráfica permita que las nuevas generaciones se acerquen a la obra, reconozcan su pasado y se prohíban olvidar.