Muchos de los que criticaban vigorosamente la borrachera de Zabaraín, hoy defienden a rajatabla la de Petro y viceversa. Muchos de los que con enjundia hablaban de que no hay delitos de sangre cuando se identificaban los parientes narcos en las huestes uribistas, hoy condenan a Piedad, así como quienes hoy la absuelven en otras épocas pedían la muerte política o la cancelación de otros con familiares narcos.
Desde luego, y para que no sea evidente lo paradójico de la situación, no comparan “el desliz” en sus filas con “otro desliz” en las opuestas, sino con algún evento de muchísima mayor gravedad para poder decir que nos indignamos con una nimiedad de uno, pero no vemos la maldad enorme incrustada en el otro.
El modelo funciona de manera idéntica desde las dos orillas sin que ninguna de las dos se sonroje, y así las culpas sean asimétricas, los argumentos terminan siendo los mismos: “Somos nosotros o el abismo” o en palabras castizas “o ganamos o nos vamos a la mierda”.
Unos se apalancan en la necesidad cierta de un cambio vendiéndose como el único cambio posible, los otros se catapultan precisamente en el miedo a un cambio demasiado abrupto, o demasiado drástico, que podría deteriorar la economía o la democracia. En los dos casos se parte de escenarios absolutos, cambiarlo todo o mantenerlo todo.
Muchos no vemos el mundo así, ni por supuesto la política nacional, muchos creemos que hay muchísimas cosas que es indispensable e inaplazable cambiar, y muchas otras que es preciso mantener e incluso profundizar. Así como pensamos que cada “escándalo” hay que mirarlo de manera situada y concreta, y que normalmente fenómenos similares o comparables merecen niveles similares o comparables de censura e indignación.
El problema de cara a las elecciones es que las dos narrativas antes mencionadas han logrado consolidarse, mientras que la tercera no ha logrado pasar de un discursito etéreo que en lugar de entusiasmar aburre. Y como si eso fuera poco, las voces que tratan de articular una candidatura en este sentido se pierden en medio del enorme ruido que genera la conversación “principal” o en el ruido mismo que genera la enorme dificultad de ponerse de acuerdo con los que, de hecho, piensan distinto.
Al final tirios y troyanos apuestan al unísono al fracaso de esa esperanza que prometieron y que hasta ahora poco han logrado despertar, precisamente porque las narrativas del otro como enemigo son altamente efectivas para resultar electo.
El enorme problema, como bien hizo notar Obama en alguna de sus campañas, es que las heridas profundas que genera elegirse sobre la división rara vez logran sanar durante el gobierno, y de heridas profundas que dividen al país seguro sabemos nosotros más que Obama.
Juan Camilo Dávila
@Elcachaco