Opinión

Pobre niña sin muñecas. Homenaje a Andrés Salcedo.

Murió Andrés Salcedo, periodista deportivo (Tomada de Blu Radio)

Hace unos días murió Andrés Salcedo. Un ícono del periodismo deportivo y un gran escritor. Desconocido para algunos -sobre todo los más jóvenes-, pero reconocido y valorado por quienes tuvieron la oportunidad de conocerlo personalmente o de leer sus escritos. En mi caso, Andrés Salcedo fue el primer gran escritor de temas deportivos que conocí. Escribía en El Tiempo a finales de los años 90. Leerlo era un placer. Era aprender sobre un tema en particular, pero también era disfrutar a un gran escritor. No tuve la oportunidad de conocerlo personalmente, lo conocí a través de sus escritos. Gracias a su delicada y exquisita pluma descubrí a un hombre culto, respetuoso, amante tanto del deporte, como de la cultura, como de la profesión de escritor.

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En este pequeño homenaje de mi parte, sencillo y cálido como le hubiera gustado a él, quiero recordar un escrito suyo que siempre recordé. En 1997, cuando salió publicado en El Tiempo, lo recorté y lo guardé, como solía hacer uno en aquellos tiempos del periódico impreso. Lo metí en una caja que con los años fue ganando polvo. Siempre supe que estaba ahí y siempre guardé el deseo de volverlo a leer. Esta semana, cuando las noticias nos alertaron sobre su muerte, corrí a buscar esa caja. La abrí y entre varios recortes de periódico lo encontré. Me emocioné, con esa emoción que siente uno cuando vuelve a ver, después de muchos años, una foto o un escrito que había guardado con cariño. Lo volví a leer y hoy, como homenaje a Andrés Salcedo, lo comparto para lectura de todos. Gracias Andrés por esos escritos, gracias por dejar una huella llena de talento y por ser inspiración para futuros escritores. Unos conocidos, otros no tanto, pero al fin de cuentas amantes del noble oficio de escribir.

HINGIS, POBRE NIÑA SIN MUÑECAS

Por: Andrés Salcedo Especial para El Tiempo

14 de junio 1997

La primera gran tenista de la historia fue una francesita ágil como una liebre, que jugaba con turbante y falda por debajo de la rodilla: Suzanne Lenglen, La Divina . Nacida en 1899, Suzanne ganó, entre 1919 y 1925, nada que menos que 15 títulos en Wimbledon.

Suzanne nunca tuvo una muñeca en sus brazos. Cuando estaba en edad de hacerlo, su padre la confinó en una lujosa villa de la Costa Azul, donde debía prepararse para ser la mejor del mundo.

Diez horas de entrenamiento diario, dietas especiales, adaptación mental al esfuerzo. Monsieur Lenglen le construyó una cancha y la puso a jugar contra tenistas profesionales. Hasta que estuvo lista para enfrentar a la campeona del mundo Hellen Wills.

El juego tuvo lugar en la cancha de un hotel de Cannes y una compañía cinematográfica compró los derechos por 100.000 dólares, la misma suma que había pagado por filmar el combate por el título mundial entre Jack Dempsey, el rudo martillador de Manassa y el elegante púgil francés Georges Carpentier.

Suzanne, por supuesto, ganó. Y destrozó a todas las rivales que se le enfrentaron en el campo profesional. Ganó dinero a manos llenas. Pero nunca vio cumplido el más antiguo, el más simple, el más ardiente de sus deseos: comerse un cono de fresa con chocolate en la heladería de Jacques. Murió de leucemia, a temprana edad, en 1938.

Suzanne Lenglen fue la primera mujer víctima del espíritu competitivo, el narcisismo y la ambición de sus propios padres. En la sociedad materialista de hoy, a las niñas tenistas les llega el oro antes que la menstruación.

Steffi Graf fue arrancada del mundo de la infancia porque su padre, un vendedor de seguros que enseñaba tenis en sus ratos libres, decidió, cuando la niña apenas contaba 4 años de edad, que haría de ella la número uno del mundo.

Para complacerlo, la introvertida jovencita debió renunciar a cosas tan importantes en la formación de una persona como los juegos....o el amor. A los seis años disputó su primer torneo, a los ocho fue campeona infantil.

A los quince, fue finalista en Wimbledon. A los dieciséis ya era la mejor. Había perfeccionado un juego rápido, contundente, que apabullaba a sus rivales. Su arma más efectiva eran unos nervios de acero. Ganaba tan rápido que nadie, en las tribunas, quería levantarse para ir al baño por temor a perderse el match ball. Pero tenía roto el corazón.

Jennifer Capriati también fue niña prodigio. Su padre, un emigrante italiano, quería verla ganar a toda costa. Ella, con catorce años, sólo deseaba que la invitaran a las fiestas y la besaran los muchachos de la vecindad. Sometida a la presión del padre ganó el oro olímpico. Pero cuando la presión se le hizo insoportable, buscó refugio en las drogas.

Casi todas estas niñas maduradas antes de tiempo proceden de familias acomodadas. Deberían, merecerían, ser felices. Sin embargo, algunas se asoman al dolor por razones mucho más difíciles de comprender que la miseria sin paliativos de los niños pobres.

Tracy Austin también se hizo millonaria en plena adolescencia, pero un cuerpo roto por el esfuerzo sobrehumano la obligó al temprano retiro. Y de Mónica Seles conocemos de sobra el calvario mercantilista al que la han sometido sus padres, desde el mismo momento en que la familia abandonó la atormentada Serbia.

El nuevo fenómeno juvenil es también un acabado producto de un exigente laboratorio familiar: Martina Hingis. A simple vista, una chica normal, con los gustos y los sueños propios de sus dieciséis años.

Su ídolo es Chris Evert, su actor favorito Kevin Kostner, le gustan los discos de Bon Jovi, usa Clearasil para combatir el acné y quiere ser fotomodelo, como Claudia Schiffer. Hace poco, después de ganar un torneo, le regalaron un carro cero kilómetros. Pero no le sirvió de nada: todavía no tiene la edad para poder manejarlo.

Los torneos son como vacaciones, dice con limpia ingenuidad, porque no hay que entrenar. Pero su obsesiva madre, una antigua y mediocre tenista que enfrentó varias veces a Martina Navratilova cuando ambas aún vivían en Praga, piensa distinto.

Melanie Hingis ha convertido a su hija en una multinacional. A estas alturas, ya es la tenista de mayores ingresos. A raquetazo limpio, Martina le ha permitido a su ambiciosa madre amasar una fortuna. Una marca de automóviles, un fabricante de relojes y una famosa agua mineral le garantizan unos ingresos multimillonarios adicionales.

Para poder llegar adonde está, Martina ha sido sometida, desde los dos años de edad, a la más implacable disciplina de la historia del tenis. Sudor en el gimnasio, astucia para el marketing. Todo lo demás, el príncipe azul, la discoteca, los placeres sencillos de una colegiala, quedaron aplazados indefinidamente.

Sí, la niña es linda y fresca. Tiene una figura de porcelana. Y su rostro es un encanto, sobre todo desde que le retiraron los frenillos. Por donde camina va dejando el rastro de la irresistible fragancia del éxito. Pero después que pasa reflexionamos y allá, en el fondo de nuestros humildes cuatro dedos de frente pensamos: pobre niña sin muñecas.

VER PUBLICACIÓN ORIGINAL DE 1997 EN EL TIEMPO

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