Daría plata por estar en medio de la junta de propietarios del edificio en el que vive el entrenador de Palmeiras. Me imagino que el hombre, Ferreira, llegará de último, dejando que todos los demás dueños del predio estén sentados en la silla rimax esperando a que pasen un par de croissants fríos y un vaso de big cola. Mientras que el administrador se dispone a contar que el problema de la filtración de un tubo residual sobre el sótano del 302, el resto evaluará en una carpeta impresa que reposa en cada uno de los asientos y lugar en el que, en sendas gráficas, está el presupuesto común para usar durante lo que falta del año.
Y Abel Ferreira se limpiará los dedos grasosos por culpa del croissant con ese cartapacio. Y seguro que sonreirá mientras es presentada frente a sus ojos la cotización de una nueva empresa de seguridad que quieren contratar en el edificio porque la otra tarde se quedó la puerta del garaje abierta y se robaron una bicicleta. Sonreirá porque más allá de que tenga que soportar ese infierno terrestre llamado junta de propietarios, sabrá que no existe alguien en ese recinto que ya esté ubicado en el penthouse futbolístico del Palmeiras: se llevó dos títulos de manera consecutiva de la competición más importante del continente, la Copa Libertadores de América.
Ya hay discusión porque una vecina dice que si la nueva empresa de vigilancia va a tener perros dentro de las propiedades para salvaguardar los bienes, los perros tendrían que portar un carnet que los acredite como trabajadores de la compañía proveedora de seguridad. El del 701 salta y afirma que no, que para qué carnet para un animal, que ese hecho hará que se incremente en un 10% el valor del contrato. La proanimalista del 103 saltará de la silla y pedirá respeto para aquellos seres sintientes ¿Por qué carajo no pueden llevar su carnet con nombre y fotografia? El del 1002 se convierte en el proveedor de la calma cuando dice que con tal de que los caninos no porten armas, que a él le da lo mismo que lleven o no identificación colgada del cuello.
Y el buen Abel estará ahí, en medio de Vietnam, esperando su turno porque claro, él en algún momento irá a hablar. No fue simplemente a jugar de estatua. Tiene razones para hacer su exposición. Ya vendrá el punto 7 de la reunión, aquel que dice “Otros”, y ahí Abel podrá decir que ha sido hijo de la incredulidad, que ni Bolsonaro, hincha de Palmeiras y destructor de su propio país, confiaba en él. Y que eso parece más una cábala que otra cosa porque la primera vez que se llevó la Libertadores -contra el Santos- la historia fue igual. Y que nadie confiaba en él ni en sus muchachos ante Flamengo y vaya momento porque volvieron a vencer. Y señalará al tarado de su vecino, el mismo que le estaba rompiendo las pelotas incluso después de haber clasificado a la final del torneo habiendo sacado a Atlético Mineiro, el favorito de todos, diciéndole que su equipo jugaba mal. El vecino, sorprendido, perderá los colores y más bien quedará verde, como la camiseta de Palmeiras mientras busca esconderse detrás de la cartilla de presupuestos. Y allí Abel Ferreira le pedirá al cretino que se largue del recinto porque ahora es el turno de él para romper las pelotas.
Dos Copas Libertadores le dan permiso.