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Tumbas sin nombre: los niños mueren por desnutrición en La Guajira y nunca son reportados

Teresa Ipuana ahora es tía, pero un día fue madre. Sus dos únicos hijos, una niña y un niño que hoy tendrían 7 y 2 años, murieron de hambre.

Muerte de menores de edad La Guajira
Niños en La Guajira Foto: Marcela Madrid

Cuando Teresa vio que su hija Ángela comenzó a tener episodios de vómito y diarrea, sintió que algo en ella se apagaba. No era la primera vez que en la comunidad Wayuu de Coushalapu, en la zona rural de Riohacha, capital del departamento, un niño padecía de este mal, y eran pocos los que lograban mejorar.

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La niña tenía 15 meses y pesaba cinco kilos; dejó de moverse y perdió el poco pelo amarillo y tostado por el sol, que aún le quedaba. Su piel comenzó a verse seca y opaca; no le quedaron fuerzas ni siquiera para llorar.

Ángela murió hace siete años y Teresa hoy entiende que fue por desnutrición. Por ese entonces no existía la carretera que conecta al municipio de Manaure con Riohacha, y acceder a la ciudad les llevaba más de tres días a pie desde Coushalapu. La niña nació en condiciones similares a las de su madre: sin agua potable y sin tres comidas diarias. Ángela nunca supo lo que era vivir, ni siquiera con lo mínimo. El día en que despertó intoxicada, quizá por el agua, no pudieron acudir a un médico para salvarla. A la ranchería nunca llegó una brigada de salud y Ángela nunca recibió ningún tipo de control médico. Teresa solo le pudo brindar los remedios tradicionales que en ese momento ya no podían hacer mucho. Pasaron cuatro días en los que la niña fue empeorando y falleció en los brazos de su madre.

Ni su nombre, Ángela Ipuana, ni su fecha de nacimiento, 5 de octubre de 2014, ni el día del fallecimiento, un viernes 16 de enero de 2015, fueron reportados a las autoridades.

Cinco años más tarde lo único que había cambiado para la comunidad de Coushalapu era una vía que acortaba el trayecto de 40 kilómetros de trocha hacia Riohacha. Aun sin agua, Teresa quiso darse otra oportunidad y dio a luz a su segundo hijo, Danielth. El niño tenía un año y nunca vio la lluvia. La sequía los dejó sin el poco alimento que produce la comunidad: ya no había ahuyama ni maíz, y las cabras fueron muriendo de a poco.

Teresa decidió aceptar una invitación de unos familiares y se fue de su ranchería durante unos días. Salió con su niño a una congregación en la comunidad de Caura. Allá llegó con la esperanza de encontrar algunas atenciones en medio de tanta escasez y días de hambre. En el lugar, el niño se debilitó y Teresa revivió su dolor: Danielth comenzó a tener síntomas de fiebre, diarrea y vómito –que pueden llevar a la deshidratación y la muerte–. La madre, mientras pedía ayuda de manera desesperada, recibía yerbas para que Yojura, un espíritu que simboliza las enfermedades malignas, saliera del cuerpo del bebé.

Al ver que el niño no mejoraba, Teresa regresó a su comunidad y una tía la acompañó a una clínica en Riohacha, donde recibieron al niño, le dieron suero, lo estabilizaron y el mismo día los regresaron a la ranchería. El niño aún estaba débil y a las dos horas de estar de nuevo en su casa, volvió a presentar vómitos y diarrea. Era la medianoche, estaba deshidratado, no había agua ni luz y solo se escuchaban los gritos de Teresa. El niño que nunca vio la lluvia, falleció.

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Ni su nombre, Danielth Ipuana, ni su fecha de nacimiento, 6 de marzo de 2020, ni el día del fallecimiento, un martes 18 de mayo de 2021, fueron reportados a las autoridades.

La comunidad Coushalapu está integrada por una de las 18.211 familias wayuu que se asientan en el departamento nororiental de La Guajira, al que sus habitantes describen como una tierra de contrastes: grandes extensiones de desierto junto a un imponente litoral marítimo con dunas. El hambre y la sequía, sus poblaciones detenidas en el tiempo, en donde no hay ni rastro del futuro o el desarrollo; y los altos índices de muertes por desnutrición infantil, son incomprensibles al lado de megaproyectos de explotación de carbón y gas, que han condicionado el ecosistema de la región desde los años ochenta, sin traer ningún beneficio a las comunidades.

Coushalapu queda a solo una hora por carretera y una trocha desde Riohacha. Aunque no está aislada de la capital del departamento, ha sido tal el abandono que hasta hace un año aún había personas de 50 años sin ser registradas ante las autoridades: no tenían una cédula, ni los beneficios que trae el ser reconocido en los registros oficiales. Estos adultos no habían accedido nunca a la salud, educación y subsidios que otorga el Estado.

Una crisis en el olvido

Nacer y morir wayuu puede ser como estar en ninguna parte, en el olvido: no hay registro del número de personas de esta comunidad y su historia no podrá ser contada.

Frente a la grave situación de vulneración de los derechos fundamentales en La Guajira, la Corte Constitucional, a través de la Sentencia T-302 de 2017, emitió una decisión sin precedentes para proteger los derechos de los niños, niñas, madres lactantes y adultos mayores de las comunidades wayuu de la Media y Alta Guajira. La Corte declaró el “estado de cosas inconstitucional” por la “violación masiva y generalizada de los derechos al agua, la alimentación, la salud y la participación” y ordenó una serie de medidas. Entre ellas, la Corte estableció el Mecanismo Especial de  Seguimiento y Evaluación de las Políticas Públicas a la sentencia. Sin embargo, casi seis años después, tales órdenes no se han cumplido y, en cambio, las muertes de niños y niñas asociadas a la desnutrición, aumentan.

Entre las órdenes que establece la sentencia está que “el indicador de tasa de mortalidad por desnutrición en menores de 5 años para el departamento de La Guajira debe alcanzar la meta establecida en el Plan Nacional de Seguridad Alimentaria y Nutricional (PSAN), o al menos la del nivel promedio del país”. Esto lo que quiere decir es que la tasa de muertes por desnutrición infantil de La Guajira, que era de 32,54 por cada 1.000 niños (según los datos de 2013 incluidos en la sentencia de la Corte), se debería reducir a la tasa de muertes por desnutrición en Colombia, que es del 6,76.

En un reportaje de 2014 se evidenció que cifras como estas ubican a La Guajira en una situación no muy lejana a la de Ruanda, en África, donde la tasa de mortalidad de menores de 5 años por cada 1.000 nacimientos es de 55 y la de La Guajira es de 45, según datos del Banco Mundial, citados en el trabajo. “La experiencia de desnutrición en Colombia es igual que en Etiopía”, dijo entonces Alicia Genisca, médica pediatra estadounidense, que ha trabajado en países de África y ha atendido a niños con desnutrición crónica en el corregimiento de Mayapo en La Guajira. “La diferencia es que por décadas Etiopía ha sido el país que todo el mundo conoce por desnutrición, y el mundo no sabe que también hay una crisis de desnutrición en La Guajira”, añadió.

Mauricio Álvarez, quien ha dedicado parte de su vida a hacer un registro riguroso sobre el número de muertes de niños y niñas en La Guajira y una búsqueda de los subregistros, también ha hecho seguimiento constante a la sentencia y a la vulneración de los derechos de los wayuu. Él asegura que en lugar de tener garantías, parece que cada día la situación empeora.

Este bogotano, que vive en la Guajira hace más de 30 años, ha logrado encontrar información clave sobre la existencia de subregistros o muertes no contabilizadas en los registros oficiales. Fue director del Departamento Administrativo de Planeación de La Guajira y hoy es el director del Banco de Proyectos de la Alcaldía de Riohacha. Él presentó datos que quedaron consignados en el Plan Departamental de Desarrollo 2016-2019.

En ese documento “quedó constancia de la existencia de subregistros de muertes de niños” por causas asociadas a la desnutrición, y por enfermedad diarréica aguda (EDA) e Infección Respiratoria Aguda (IRA) “en un porcentaje que la Presidencia de la República logró establecer para el año 2016 en un 70 %”, según recoge un informe de la Veeduría Ciudadana a la sentencia de la Corte.

Según las más recientes cifras oficiales consolidadas en el Boletín Epidemiológico Semanal del Instituto Nacional de Salud, el 2022 terminó con la muerte por desnutrición de 85 niños y niñas menores de cinco años en La Guajira, la cifra más alta en los últimos años, que representa el 28 % del total nacional (308 casos). Esto sin tener en cuenta los subregistros. De acuerdo con esa misma fuente en el 2021 se registraron 41 casos; en el 2020, 52; en el 2019, 38. El estado de cosas ha empeorado dramáticamente, lo que muestra el incumplimiento de la Sentencia T-302 de 2017 de la Corte Constitucional.

Los esfuerzos por la visibilidad

Micaela Bouriyu trabaja para la Institución Prestadora de Servicios de Salud Indígena (IPSI) Walekeru. Esta joven de 26 años se dedica a buscar maneras para registrar a niños y niñas en zonas dispersas de la región, todo con el fin de que tengan acceso a un servicio de salud, y quien según su comunidad, es de las pocas funcionarias que están haciendo algo por registrar a los niños en La Guajira. “Cuando los niños padecen de problemas de salud, como no hay una identificación para que la red hospitalaria los atienda, entonces sus familias desisten y prefieren quedarse en la casa porque en ningún hospital los van a atender. Esto es solo una parte de la problemática”, cuenta Bouriyu.

“Nosotros buscamos registrar a los niños nacidos vivos, para hacerlo, tenemos que hacer una búsqueda de la entidad que nos facilite el registro: Registraduría, Notaría Primera, en Asuntos Indígenas, ya hemos tocado muchas puertas y es difícil porque nos lo niegan”, explica Bouriyu.

—  Bouriyu

Judith Rojas, la administradora y gestora de la IPSI Walekeru, es también una lideresa que ha dedicado su vida a la comunidad, en especial, a trabajar por los niños y niñas que mueren por desnutrición. Rojas se encarga de identificar a los niños que necesitan ayuda, habla con sus familias, gestiona brigadas de salud para llevar a los menores y a sus familias a iniciar un tratamiento y consigue apoyos económicos para salvar la vida de cientos de niños de la región.

Camino a la ranchería Walipantui, a donde Rojas y el equipo de la IPSI debían ir a una jornada de salud, ella detuvo la camioneta y señaló un desierto de palos, arbustos y barro. Miró con tristeza el paisaje y soltó con rabia la razón por la que se detuvo: “Estamos sobre el río que se robaron y a estas alturas el río está seco, cuando antes veíamos agua y podíamos sembrar y había comida. Miren lo que nos queda”.

Cuando dice “se robaron” se refiere al arroyo Bruno, que abastecía a más de 200 comunidades de la zona y que, por un convenio con El Cerrejón, una de las operaciones mineras de exportación de carbón a cielo abierto más grandes del mundo, desviaron su cauce, para beneficio de la extracción y explotación mineral y sin participación efectiva de las comunidades wayuu.

Esto pasaba a solo dos kilómetros de la casa de Greisis y Manuel, dos niños de uno y tres años que habían sido ingresados al centro de salud El Tablazo por un cuadro de desnutrición aguda y que solo llevaban una semana de regreso en sus casas después de haber sido hospitalizados.

Greisis, de un año, no llega a los cinco kilos, cuando el peso normal para una niña de su edad debería ser de al menos ocho. Da la impresión de ser una bebé que tiene pocos meses, luce adormecida y se mueve muy poco. Manuel, quien ya tiene 3 años, tiene la estatura de un niño de un año, no camina y hasta ahora aprendió a sentarse.

Mireya Epieyuu, la mamá de Greisis y Manuel, recuerda que vivir allá no era lo mismo hace cinco años. Durante cada estación tenían un alimento, el agua estaba fresca y el río, muy cerca a su casa. Ahora no le queda más que rebuscarse el día a día tejiendo mochilas por las que le pagan 60.000 pesos, pero para realizarlas dura cerca de una semana. Ese dinero semanal le debe alcanzar para los alimentos de la familia, el transporte para llevar la mochila a Riohacha y comprar más materiales para seguir trabajando.

Los indígenas en La Guajira mueren por muchas razones: desnutrición, infecciones respiratorias, infecciones agudas, todo esto producto de la imposibilidad de sembrar algo a causa de las sequías, por el poco acceso al agua, que cada vez se hace más difícil, por la poca cobertura de registros y acceso a servicio de salud y a beneficios que brinda el Estado, por el incumplimiento de los políticos en sus proyectos para las comunidades, pero sobre todo, por el abandono.

Mientras escribía este reportaje recibí una llamada de Judith Rojas, lideresa de la comunidad, quien me dio la dolorosa noticia de que Greisis, con solo un año, había fallecido. Se hizo un silencio y el tiempo se detuvo, así como pasa en La Guajira.

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