“En Colombia de alguna manera se necesita la mano útil de los ‘venecos’”, dice el jefe de una de las bandas más poderosas de Bogotá. Un helicóptero vuela sobre el techo de la casa, en uno de los barrios más rudos de la ciudad. Con sus brazos sobre la pared de la azotea, el líder criminal mira hacia una plazoleta del sector donde poco después se escuchaba una serie de disparos. “Yo contrato venezolanos para que hagan sicariatos”, dice. A medida que más y más migrantes y refugiados llegaban a la capital, ahora sobre el medio millón, se hacía claro cómo la falta de oportunidades dejaba un hueco para ser ocupado por el crimen organizado.
Bandas colombianas han venido instrumentalizando a los venezolanos más vulnerables para involucrarlos en economías ilícitas. Sobre todo en sectores donde priman los ‘pagadiarios’, habitaciones que se arriendan por día, una alternativa para migrantes que llegan con dinero para solo una noche de hospedaje. En ese contexto están abiertas las puertas a la cooptación y el reclutamiento para el expendio de drogas, el cobro de extorsiones y el sicariato. “Ellos son desechables; se pueden eliminar y reemplazar”, dice el jefe de la banda. En una tremenda competencia, como soldados baratos, los migrantes han tenido que enfrentarse entre ellos para ganarse el puesto y la confianza de sus jefes colombianos. “El que no sirve, se muere”, afirma el líder de una de esas bandas.
El número de venezolanos asesinados en Bogotá ha aumentado cada año. Pasó del registro de uno en 2016, a 72 en 2019, y a 109 en 2021, según cifras de la Alcaldía de Bogotá. A nivel nacional, la tasa de homicidios de venezolanos también aumentó y casi se duplicó en dos años. Un análisis de datos de Medicina Legal, el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) y Migración Colombia muestra que la tasa de homicidios contra estos migrantes casi duplica la de colombianos asesinados.
Las diferencias en el trato y el pago en el mundo criminal también son evidentes. Mientras que un colombiano se encarga de un contrato en el negocio de la muerte por 10 millones, o dependiendo del blanco por más de 20 millones, un venezolano asesina por dos o tres millones. “Para un sicariato se necesitan ‘venecos’. Un ‘veneco’ mata a alguien acá y lo deportan; mientras un colombiano mata a alguien acá y son 20, 30 años [de cárcel]”, explica el líder criminal.
En el mercado de las drogas también los venezolanos han sido reclutados y han quedado en medio de la guerra de bandas. En Bogotá las disputas se volvieron más violentas cuando se abrió el mercado de microtráfico (venta de droga al menudeo) después de que las autoridades desarticularon la banda de alias ‘Camilo’, en octubre de 2021.
“Para que la gente comprenda la magnitud de esta operación, haber logrado la captura y desarticulación completa de la banda de alias ‘Camilo’, representa para la seguridad de Bogotá, lo que representó en su momento la captura de un cabecilla del secretariado de las FARC”, dijo en ese momento la alcaldesa Claudia López, refiriéndose a la estructura que presuntamente devengaba 2.100 millones de pesos mensuales e imponía el terror en las localidades de Bosa, Kennedy y Tunjuelito, en Bogotá, y el municipio de Soacha en Cundinamarca. “Hoy sus habitantes pueden dormir un poco más tranquilos”, declaró.
No obstante, la estrategia del capo desató una guerra de bandas por el lucrativo negocio del microtráfico. “El bazuco es la droga rey,” explica el jefe de la banda. La cocaína es una droga popular en fiestas, pero no de consumo tan frecuente como el bazuco, que tiene una alta demanda diaria de personas drogodependientes en la capital.
Justamente en el negocio del microtráfico es donde están entrando los venezolanos. La producción de la hoja de coca, el procesamiento en los laboratorios y la venta a compradores internacionales mayormente queda en manos colombianas, pero en el microtráfico hay una tercerización. “Nosotros solamente nos encargamos de entregar la droga y ellos se encargan de pelear y sacar la competencia’', dice el líder de la banda.
A las bandas colombianas que se disputan el poder en Bogotá se ha sumado una venezolana que suena cada vez más en el mundo criminal: el Tren de Aragua. Según fuentes policiales y medios nacionales, la banda del país vecino opera en varias ciudades de Colombia y supuestamente ha llegado hasta Chile y Perú.
“Pusimos fin a los actos criminales de la banda Tren de Aragua en Colombia. Una sanguinaria organización, comandada desde Venezuela, que torturaba y descuartizaba en barrios del sur de Bogotá”, trinó el pasado 13 de julio el entonces ministro de Defensa, Diego Molano, después del arresto de dos presuntos integrantes de ese grupo en el barrio Kennedy, en Bogotá.
A pesar de la atención mediática y de las declaraciones de los políticos, como la de Molano o la alcaldesa López, no todos están de acuerdo en la escala de las operaciones del Tren de Aragua en Colombia. “Hay muchos que dicen ser el Tren de Aragua, pero no lo son. Usan el nombre para intimidar a la gente”, explica un narcotraficante venezolano que conoce el sector criminal desde adentro y se mueve por varios países. Para él son bandas colombianas que se aprovechan de las necesidades de los migrantes, cuando el Estado no puede brindar oportunidades suficientes. “Una banda que le da trabajo a un venezolano, le da techo y comida”, agrega.
El falso sentimiento de la acogida criminal beneficia a las economías ilícitas, que han crecido también por la mano de obra barata de los migrantes. El líder de la banda en Bogotá señala que sí hay una articulación de migrantes y refugiados, donde el Tren de Aragua supuestamente juega un papel, pero que pelean las guerras para el crimen organizado colombiano. “Igual, como yo tengo ‘veneco’, por el otro lado también tienen ‘venecos’, todos van a ser asociadas con el Tren de Aragua”.
Mientras que la atención pública se enfoca en bandas venezolanas, las colombianas se mueven tras la cortina de humo del crimen organizado venezolano que supuestamente se está tomando el mercado de microtráfico. “Eso es lo que necesitamos, que todo el mundo piense que son ellos”, agrega el jefe de banda. “Que toda el agua sucia se vaya para ellos y no para nosotros. Nosotros seguimos limpios y andamos tranquilos”, presume.
La violencia en María Paz
La plaza de mercado más grande del país, Corabastos, que genera unos 30.000 empleos directos y 50.000 indirectos y mueve 7.500 toneladas de productos por día, está ubicada en medio de dos de los barrios más violentos de Bogotá: El Amparo y María Paz. De día y de noche llegan camiones con frutas y verduras de todo el país. El entorno masculino de Corabastos ha generado una demanda en el mercado sexual. En los alrededores de la plaza, pero también en las bodegas y hasta en los camiones, hay mujeres que están siendo explotadas. “Rifan una botella de whisky y le enciman la niña”, narra una fuente del sector.
Corabastos no solo es un mercado de alimentos, también representa uno de los lugares más grandes de Bogotá, donde se mueven las economías ilegales. En 2013 fue capturado por narcotráfico alias ‘El Papero’, uno de los accionistas principales de Corabastos. Todavía, dentro de los bultos de zanahoria, cebolla y piña, se esconden armas y drogas. El lugar se ha convertido en un centro de acopio a pocos metros de María Paz, donde está una de las principales ‘ollas’ de la ciudad.
Tres fuentes que trabajan en la zona dicen que la presencia de población venezolana aumentó mucho en el barrio y es evidente en las calles y en los pagadiarios. La mayoría trabaja en economías informales como el reciclaje, el cargue y descargue de los distintos productos que llegan al mercado. Aun así, la economía informal va de la mano de la economía ilegal. Muchos vendedores ambulantes también ofrecen estupefacientes, lo esconden en sus carretillas, debajo de los aguacates.
Mujeres y menores, colombianas y venezolanas, trabajan en condición de explotación sexual sin horario en las calles de María Paz, cerca de la puerta 7 de Corabastos, hacia la Avenida Cali. Son las 11 de la mañana, pero la dinámica de Corabastos no conoce reloj; algunas mujeres están drogadas, otras embarazadas y esperando clientes, frente a locales con mesas llenas de botellas de cerveza y aguardiente.
“Las cosas se pusieron fuertes en Venezuela y por eso me vine,” dice *Patricia durante una entrevista en María Paz. La madre cabeza de hogar tiene 27 años y se encarga de tres niños con quienes vive en el barrio El Amparo. Patricia salió de su país porque no pudo mantener a sus hijos con su trabajo en una sucursal de una cadena de farmacias en Caracas, y no logró conseguir productos básicos como pañales. Al igual que otras mujeres venezolanas explotadas sexualmente que fueron consultadas para este reportaje, Patricia nunca tuvo experiencia con el trabajo sexual, pero no tuvo más alternativas que involucrarse en ese mundo para conseguir el sustento. Rápidamente tuvo que aprender las reglas locales de convivencia. “Aquí se vive la ley del mudo: uno puede mirar, pero no dice nada”, explica. Impulsada por la responsabilidad con sus hijos, Patricia ha aprendido a sobrevivir en un sector donde impera la violencia, el abuso y la explotación. “Allá donde nosotros trabajamos puede ser que matan a alguien, pero uno no puede decir nada”, cuenta.
Pero no todos los hombres venezolanos se sumergen en el microtráfico. Jerónimo* y David*, ambos con poco más de 20 años, llevan zapatillas deportivas, collares, pantalones rotos y gorras de béisbol. Su nerviosismo infantil es evidente, pero son hombres que tuvieron que madurar y volverse rudos. En Colombia el 16 % de las personas en condición de calle son extranjeras, la mayoría venezolanas, según el DANE. Jerónimo y David trabajan como recicladores. Con la basura alcanzan a ganar unos 40 a 50 mil pesos los días que salen a trabajar.
A pesar de la atracción de las bandas, que trabajan en las mismas calles donde ellos reciclan, no se han sentido provocados. “Muchos amigos que tengo están metidos en esto”, dice David. “Aquí cuando vendes drogas y no te conocen, te matan”, agrega Jerónimo. En Kennedy el riesgo no siempre viene de otros migrantes o de bandas colombianas. “Yo no tengo tanto miedo a la gente; más a la policía”, dice David, y ambos empiezan a narrar una serie de abusos, golpes, detenciones arbitrarias, intimidaciones y amenazas de muerte por parte de policías.
En enero de este año David sufrió abusos. Salió con un amigo en su único día libre de la semana, un domingo, tomó el Transmilenio hacia el centro para comprar zapatos con el dinero que ganaban en el reciclaje. Cuando la policía los paró en la estación de Ricaurte, les requisaron sin encontrar nada, pero decidieron llevar a los dos venezolanos para “una requisa de fondo”. Los llevaron a un baño donde fueron amenazados, llamados ‘ratas venezolanas’, y fueron extorsionados con 80.000 pesos. “Tuvimos que darles real para que nos dejaran ir”, recuerda David.
A medida que se profundiza la crisis migratoria, los migrantes y refugiados se encuentran lejos de las principales rutas en zonas de conflicto y periferias urbanas. La académica venezolana Ligia Bolívar aboga por una mejor provisión de información para migrantes y refugiados que les advierta los riesgos y les informe sus derechos. “Los venezolanos son invisibles porque no conocen sus derechos, no saben a quién acudir,” explica Bolívar. “Migrantes y refugiados venezolanos están siendo víctimas del conflicto interno en Colombia en parte por desconocimiento”.
Para complementar los esfuerzos de los gobiernos anteriores que legalizaron la permanencia de los venezolanos en Colombia, el gobierno de Gustavo Petro tiene la oportunidad y el desafío de mejorar la integración, la seguridad y combatir la xenofobia. “El Ministerio de Defensa debe tener una directiva ministerial más clara en pro de revisar primero la necesidad de protección de personas migrantes, antes que criminalizar o aplicar un enfoque punitivo”, dice la profesora de la Universidad Externado, Irene Cabrera, quien destaca la importancia de diseñar corredores seguros con la presencia de instancias estatales y observación de agencias internacionales.
*Los nombres fueron cambiados para proteger a las fuentes.