A pesar de que la deforestación está prohibida en el Guaviare por el Estado colombiano y las disidencias, la selva amazónica, que ocupa prácticamente la totalidad del territorio, sigue menguando año a año, agonizando entre llamas, y dando paso a un inmenso potrero.
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Cuesta pensar en que en algún momento todo estuviera lleno de selva, como cuentan los habitantes del Guaviare, pues los parches “tumbados”, cuadrados perfectos de bosque quemado y deforestado, se pueden apreciar desde el aire pero, sobre todo, transitando las “trochas” (caminos) que conectan municipios y veredas en las que el ojo no alcanza a ver dónde acaban los potreros de cientos de hectáreas en los que contrasta la poca cantidad de vacas.
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La práctica totalidad del Guaviare está protegido por la Ley Segunda de 1959. Este es un departamento “de 5.500.000 hectáreas, donde el 90 % es intocable sobre el papel porque es reserva campesina, resguardo indígena y tiene tres áreas protegidas”, según Felipe Henao, fundador de la Asociación Digital Cobosques, que se ha convertido en una especie de guardián de la selva.
Pero los desplazamientos del conflicto interno colombiano llevaron a ciudadanos de todo el país a llegar a esta selva amazónica en busca de mejores oportunidades lejos de la violencia y acabaron asentándose en los baldíos de la nación.
Estos llamados “colonos” no tuvieron en cuenta la protección ambiental de las tierras que ocuparon hace décadas, algo que llevó al Gobierno a tener que buscar una estrategia para “legalizar esa ocupación” a través de sustraer la protección de la que gozaba por ley a aproximadamente 500.000 hectáreas de reserva forestal.
AUSENCIA ESTATAL
El departamento estuvo sembrado de coca durante los años del conflicto armado, una actividad lucrativa que permitía a los campesinos sobrevivir ante la imposibilidad de cultivar otro tipo de alimentos por la dificultad de comerciar con ellos. Era mucho más rentable y accesible sacar un kilo de pasta base de coca que uno de yuca o plátano.
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Pero, con la llegada de la paz, la coca dejó paso a la ganadería.
“El hueco que dejó las FARC al salir del territorio nunca se llenó con presencia estatal y al no estar ahí era un gran aperitivo para quienes tenían mucha plata, pero también tenían poder político”, explica a Efe el activista ambiental.
Las FARC “siempre establecimos normas de manera conjunta con las comunidades para tener esa gobernanza ambiental y poder cuidar esta selva. la responsabilidad de la deforestación es del Gobierno nacional que no tuvo la capacidad de poder cubrir y responder después del proceso de paz con el cuidado del medioambiente”, agrega Michael, líder del espacio de reincorporación Colinas, donde viven excombatientes de esta extinta guerrilla.
Lo político y lo económico se mezclan en una espiral de poder que incluso ha llevado a “permitir la deforestación con recursos públicos, llevando maquinaria para abrir nuevas carreteras ilegales” y a pagar “vacunas” (coimas) a los grupos ilegales que todavía operan en la zona para que se brinden “unas garantías de seguridad” que permitan seguir con la deforestación, en palabras de Henao.
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En este sentido, las disidencias de las FARC continúan imponiendo su ley, y las directrices son claras: “cero tumbas”. “La tumba está prohibida”, cuenta a Efe un comandante del Frente Primero de estas disidencias, quien añade que la multa que ellos imponen por incumplir esta norma es de dos millones de pesos (250 dólares) por hectárea deforestada, con excepción del “rastrojo”, que sí se puede quemar.
“En las zonas que nosotros controlamos, no pasa (la deforestación). Allá deforestan y el Gobierno no hace nada”, asegura el guerrillero y recuerda que “el campesinado no tiene plata para tumbar 200 o 300 hectáreas”.
“La montaña es la casa en la que nacemos, es de donde venimos (...), nosotros no la dejamos explotar”, concluye en una de las apartadas veredas del departamento, donde el Estado y la institucionalidad no llegan y ellos gobiernan con sus propias normas.
POTRERO EN SUELO INFECUNDO
Los enormes potreros se han convertido en la principal actividad económica del Guaviare, a pesar de que “estos suelos no tienen la capacidad productiva que tienen los suelos de vocación agropecuaria o pecuaria”, explica Jhon Jairo Moreno, de la Corporación para el Desarrollo Sostenible del Norte y Oriente Amazónico (CDA).
Son “suelos del bosque húmedo tropical” y aunque “las coberturas de bosque se ven muy exuberantes”, son “suelos infértiles”, agrega el experto, quien detalla que los bosques “se sostienen desde su propia biomasa y de la poca microfauna que la procesa y le genera el nutriente, por eso la gran fragilidad de estos ecosistemas: cuando lo quemas, es el mayor impacto ambiental que se puede hacer, porque se quita la cobertura que regula el ciclo hidrológico y produce el oxígeno”.
Eso hace que “prácticamente se necesite una hectárea para una vaca, entonces alguien que quiere tener 100 vacas necesita tener 100 hectáreas”, lo que acaba generando esta dinámica que ya se ha convertido en una cuestión cultural donde quemar un trozo más de bosque es algo de lo más común, explica el ingeniero de la CDA.
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“Lo más difícil es combatir esta cultura de que si tienes potrero de alguna forma tienes plata”, lamenta Henao.
Los campesinos no tienen miedo de señalar a los grandes terratenientes que están acaparando unas tierras que, por ser baldíos de la nación, no están tituladas y por tanto no son de nadie, lo que las pone a disposición de quien llegue para adjudicárselas irregularmente. Y recuerdan que “tumbar” no es barato.
Según Moreno, deforestar una hectárea cuesta aproximadamente entre 500.000 y 700.000 pesos (casi 160 dólares al cambio de hoy). “Una persona que tumba 100 hectáreas tiene importantes recursos, el campesino medio y de bajos recursos no tiene esa capacidad”, indica el experto. Una vez deforestada, restaurar una hectárea cuesta aproximadamente unos 10 millones de pesos (unos 2.200 dólares) para lograr llevar ese bosque a la condición natural original.
La deforestación hace tiempo dejó de ser una cuestión meramente ambiental en el Guaviare para adquirir una dimensión social y cultural que no siempre se entiende desde los centros de poder en los que se toman las decisiones, es decir, en Bogotá, lo que ha hecho que las medidas y políticas impulsadas para atajar este fenómeno hayan sido infructuosas hasta el momento.
Desde el Guaviare, la selva lanza un grito de auxilio que no está siendo escuchado mientras las llamas abren el paso a las vacas.