Antes de las gaitas nostálgicas, esas que evocan atardeceres naranjas, castaños susurrantes, el sonido del mar, rostros árabes, negros, blancomestizos y relatos varios de una colombianidad de sierra, sabana y océano, existían las ocarinas. Esas que lejos del sistema de notas de la música occidental evocaban sonidos milenarios que aún perviven en algunos cantos de las selvas colombianas, y también en las notas de la agrupación Yapú, liderada por el maestro Luis Fernando Franco. Un espacio en donde, a través de los tambores africanos y andinos, se pudo escuchar la música de las comunidades que poblaron el norte del país, y donde se materializaron imágenes de una conexión con la naturaleza inmanente.
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Esto, en el cierre de la Gira Nacional del Festival de Música Sacra, ‘Colombia es Música Sacra’, en un enclave fundamental donde confluyen todos estos elementos: Aracataca.
El viaje comienza en Santa Marta y la región de la Sierra. El hogar de uno de los cafés más apetecidos hechos por comunidades como la tayrona y la kogui, que cuidan celosa - y amorosamente- su herencia material y cultural. Blanco de ataques piratas por su abierta geografía. Una apertura también traducida en su mezcla cultural: una que tiene herencia española, reflejada en su arquitectura ahora convertida en una bella ciudad sin pretensiones con puntos gastronómicos de fachadas de colores y neotropicalismo.
Una herencia árabe que se ve en su comida y en la arquitectura de algunas de sus edificaciones. Y una reinvención que se ve en cómo la ciudad, en medio de un destino turístico popular como Cartagena y una ciudad industrial y ostentosa como Barranquilla, se define como una comunidad amable, relajada y de cara al mar y la brisa de manera más accesible y amigable que sus ciudades hermanas, eso sí, encontrando su propia sofisticación.
![Santa Marta, Colombia](https://www.publimetro.co/resizer/v2/HEUVPQA7FRE6BAW64APU743N6Q.jpeg?auth=cd18afbceb856f9800c54770a1f7b75dbe5b72d3db9d9bb5286294b67eace63f&width=800&height=1422)
Porque claro, existe el Rodadero, destino turístico popular desde los años 80, donde se oyen los vallenatos playeros. Pescadito y Gaira, lugares de champetas y fiestas callejeras, donde Carlos Vives y el Pibe comenzaron su camino hacia el estrellato. La entrada de los complejos hoteleros y un centro histórico que invita a recorrer sus calles para ver en él cómo pervive el relato de origen de un territorio que recuerda siempre que no ha perdido ni por un momento su trazo originario: un recorrido por el Museo del Oro Tayrona muestra cómo surgió una de las civilizaciones más extraordinarias que se tuvo en el territorio nacional, cómo construyeron sus símbolos materiales, y cómo crearon su música.
Cómo de la arcilla en fuego se crearon sonidos sin nombre moldeados a través de figuras de animales y dioses. Y que aún viven, porque para ellos los instrumentos son seres tan reales como el cielo, el agua, la tierra y las criaturas que protegen.
Esa vida se puede ver luego del paso de sus siglos en la Quinta de San Pedro Alejandrino, donde en medio de una de las haciendas más grandes, donde vino a reposar Bolívar, las iguanas son las únicas que alegremente reposan en el pasto, y son las únicas acompañantes de los turistas que vienen a ver el magno panteón y las actividades culturales de su museo, que tiene exposiciones artísticas temporales.
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![Atardecer caribeño y Bolívar](https://www.publimetro.co/resizer/v2/OVMGUAOFTZECTPOCWDNBOCUPY4.jpeg?auth=e708ba68f15b8ff21530a027dbce42975fd8fdaf8d9f405521cb18df16a250c2&width=800&height=1066)
Y en donde también , de la mano de Luis Fernando Franco y el Festival de Música Sacra, los asistentes - en toda su torpeza occidental y herencia nativa digital que ha hecho perder toda habilidad manual al hombre citadino y contemporáneo- trataron de construir ocarinas que direccionasen el viento hacia la música: de dos esferas y mucho tragar tierra con agua se tiene que crear un instrumento redondo capaz de tener dos afilados boquetes (mas otro orificio) donde se pueda silbar al paso de las ocarinas que Franco ha conservado y que tienen siglos de existencia.
De hecho, su primera fue regalada precisamente por un miembro de una comunidad originaria que se la dio como un regalo y que ha honrado al tocar para las ocarinas presas en los museos del país.
Un susurro/ silbido/murmullo, canto que cuenta historias de un pasado que ni los españoles pudieron describir al llegar a estas Tierras. Que solamente lo siente el que lo escucha dentro del alma y las entrañas. Que recorre costas con atardeceres imposibles, varios kilómetros, por árboles verde oliva y mariposas amarillas.
Silbando músicas en la ciudad de los espejos, las mecedoras y los cuartos eternos
Cuenta Gabriel García Márquez en ‘Cien Años de Soledad’ que José Arcadio Buendía, en sus últimos tiempos, solía recorrer habitaciones infinitas y que cuando murió, se quedó atrapado en una para siempre con su antiguo enemigo Prudencio Aguilar. De hecho, ya en vida se había quedado detenido en el tiempo, al percatarse (como ocurre al final de la novela) de que siempre había sido lunes, y que todo lo demás era efímeramente relativo.
Esto pasa con el pueblo de Aracataca, cuyo encanto radica ahí precisamente: si bien después de booms como el de la serie de Netflix se vende merch como gorros, y pines de mariposas amarillas (y hasta pañoletas que se encuentran en la boutique más refinada del pueblo, DeCataca), y hay murales del Nóbel en todas partes, así como negocios sofisticados con arquitectura moderna, su esencia nostálgica es inmortal.
![Casa Museo Gabriel García Márquez](https://www.publimetro.co/resizer/v2/22L2LVBSGVHH7HSGGQXW6JT4BE.jpeg?auth=1d4fdb396d1fa8a8d3203b678b438cdc87fae072079de2d75f4a7800f9413bad&width=800&height=1736)
En la Casa Museo de Gabriel García Márquez hay arcones con hojas al viento, mecedoras como la de Rebeca Buendía. El ramo de la compañía bananera y los animalitos de caramelo que vendía Úrsula. Y por supuesto, el enorme castaño (centenario, quizás más viejo que el mismo coronel, abuelo del escritor y que el pueblo mismo, fundado en 1885), donde José Arcadio padre fue amarrado, enorme, macilento en su magnificencia, como centro de la edificación. Pero también está la estación del tren (hoy de carga) que tan significativa fue en la obra del Nóbel y la casa de su padre, el telegrafista, convertida en museo y centro cultural, donde destacan las obras de Melquin Merchán, joven artista cataqueño que se ha especializado en la imaginería del escritor.
![Iglesia de Aracataca](https://www.publimetro.co/resizer/v2/52VHIBVRNRHDNJEODL7KSCP2PA.jpeg?auth=cdb287cd4b3a5994db7927c5cadf6e654192be7424e4381014ddb4932f0fc9e7&width=800&height=1735)
Al frente está la iglesia con toques moriscos, que fue escenario- en un encuentro particular entre la religión impuesta y la religión originaria - del concierto del ensamble Yapú, donde se examinaron las diversas posibilidades sonoras de los instrumentos de viento indígenas.
Las resonancias de las flautas y sus jugueteos de escala. La gravedad de las ocarinas más grandes y su introspección. El cómo combinan, por ejemplo, con un tambor andino, que evoca no solo el Caribe, sino incluso culturas en los Andes que llegaron hasta el territorio nacional como la Inca, que aún tiene sus herencias vivas en Pasto y su carnaval, por ejemplo.
Y, claramente, ritmos como el mapalé, o la cumbia, que vinieron en grilletes y se liberaron a escondidas de una religión que trató de sofocarlas cultural y legalmente y que, a través de los vientos de Yapú mostraron todo su poderío y alegría de manera majestuosa. Las ocarinas y vientos de las cosmogonías que rescató ‘Colombia es Música Sacra’ abren la puerta a un mundo de posibilidades musicales para entender y respetar un mundo que sí, a pesar de todo, existe en todos los sentidos.
Es así como esta gira, que ha rescatado las músicas de los territorios antes silenciados por el conflicto armado, ha mostrado la riqueza cultural de un país cuya fortaleza es precisamente el poder de sus cantos mestizos, indígenas, negros, caribes y andinos (y hasta raizales con el góspel, como se vio en San Andrés Islas) a través del espíritu.
Y así como comenzó al frente del mar con un canto en créole, termina en el viento, luego de recorrer montañas, ríos y selvas en tan solo un suspiro agudo y hondo de ocarina.