Columnas

La ética y los 6402 crímenes de Estado

“Ninguna sociedad puede funcionar si sus miembros no mantienen una actitud ética. Ningún país puede salir de la crisis si las conductas inmorales de sus ciudadanos y políticos siguen proliferando con toda impunidad”, afirma Adela Cortina en su libro Para qué sirve realmente la ética (Paidós, 2013). De igual manera, podría asegurarse, sin temor a equivocaciones, que muy pocas acciones sociales están por fuera de los límites del comportamiento moral. Muy pocas rebasan ese estadio universal de la razón. Aun el amor tiene sus grados de racionalidad. Incluso el odio, que es un amor avinagrado, logra avistar los límites de esa línea roja que colinda con el crimen.

Si pusiéramos en práctica los principios éticos imperantes en la sociedad, nos evitaríamos tanto sufrimiento, tantas denuncias y demandas penales, tantos problemas con la justicia. La ética nos humaniza, parece recordarnos la profesora Cortina, mientras que su ausencia nos hace salvajes, nos despoja de esa parte que no nos permite discernir civilizadamente sobre las diferencias, sobre lo que es correcto y lo que no lo es, sobre lo que es justo y lo que es correcto, sobre los principios jurídicos y lo que está por fuera del imperio de la ley. Cuando la sociedad se desprende de esa alarma que se asemeja a un detector natural de movimientos, entramos al bosque oscuro y confuso del “sálvese quien pueda”.

No es fácil justificar el asesinato de un joven cuya única falta real fue la de no tener trabajo, mucho menos la aterradora cifra de 6.402. No es fácil imaginar el miedo reflejado en sus rostros antes de recibir los balazos, los gritos de confusión, la certeza de la muerte frente al verdugo, el traqueteo del fusil y la explosión del disparo. No es fácil. Lo que no resulta difícil entender es que durante los ocho años en los que Colombia vivió esa pesadilla (2002-2010), los grandes medios de comunicación miraban para otro lado y presentaban estos hechos como éxitos incuestionables de la llamada “seguridad democrática”. Hoy, resulta increíble creer que nadie se haya percatado de la terrible monstruosidad, de la barbarie que llenaba a diario las páginas de los periódicos y estallaba como una bomba en la sala de las casas a la hora de las noticias. Resulta difícil creer que nadie sospechara, aunque fuera un poquito, que detrás de esos torrenciales ríos de sangre de los que hacía referencia el general Mario Montoya, entonces comandante del Ejército, había un plan macabro que nada tenía que ver con matar guerrilleros, sino con la puesta en escena de unos resultados que hicieran ver al presidente de ese momento como un héroe frente a la opinión pública.

Si la ética fuera el centro real de nuestra convivencia, si ese “detector de movimientos” de la conciencia moral permaneciera encendido las 24 horas del día, las primeras denuncias de las madres que una mañana hablaban tranquilamente con sus hijos y a la otra eran presentados en Noticias RCN y Caracol como “terroristas” de las Farc-Ep muertos en combate, hubiera levantado una gigantesca ola de protestas e indignación por todo el país que habría llegado hasta la sala plena de la Comisión de los DD. HH. de las Naciones. Pero no. Nadie pareció percatarse del voraz incendio que se expandía como una peste por cada uno de los rincones de la geografía nacional. Nadie pareció ver los indicios, esas enormes columnas de humo que eran visibles desde cualquier lugar de los cuatro puntos cardinales. Bajo el espejo de la legalidad, de un Ejército que cumplía con su deber constitucional, pero que a la vez respetaba los DD. HH., se crearon campañas, a través de los grandes medios de comunicación, que buscaban que los guerrilleros de base, esos otros jóvenes que eran llevados hasta el corazón de la selva con engaños, abandonaran las armas y se entregaran rendidos a los pies de los héroes de la patria. Fueron campañas multimillonarias que consistían en soltar desde los cielos del país, en helicóptero y avionetas, miles de volantes con el eslogan “Guerrillero, vuelve a casa. Tu familia te espera”, que luego eran transmitidas por la televisión.

Mientras esto sucedía, y los canales nacionales difundían en prime time costosos comerciales del gobierno de turno, el general Mario Montoya amenazaba con expulsar del Ejército Nacional a los oficiales que no cumplieran con su cuota: “A mí no traigan prisioneros. Quiero ríos de sangre”, relató para la JEP, hace unos meses, un exgeneral de la República. Lo que nunca se dijo, y que el entonces comandante en jefe de las Fuerzas Militares negó, como ha negado los llamados “falsos positivos” y su estrecha relación con Pablo Escobar, es que muchos de esos jóvenes que se desmovilizaron fueron desaparecidos o presentados bajo la ya conocida modalidad de guerrilleros “muertos en combate”.

Si la ética, como lo asegura la profesora Adela Cortina, fuera el centro de la acción social, o por lo menos se pusiera de manifiesto en cada acto de cada ciudadano, tendríamos, como se le atribuye al gran Víctor Hugo la definición de la Constitución Nacional de 1863, una normatividad jurídica hecha para ángeles. Pero Colombia, admitámoslo, es un país que no lee. Al prescindir de los libros como instrumentos de conocimiento y la sabiduría, sus ciudadanos, como lo expresó Mafalda hace ya tres décadas, están más predispuesto a creer, a pie juntillas, todo lo que se les diga. Tanto así que un reconocido abogado, charlatán de primera línea, se atrevió a afirmar que “la ética nada tiene que ver con el derecho”, y un alcalde de Cartagena de Indias aseguró, sin sonrojarse, que la filosofía no sirve para un carajo. Vista así las cosas, no hay duda de que nos quedan todavía muchos años más de sangre derramada, o el inesperado suceso de un milagros.

En Twitter: @joaquinroblesza

E-mail: robleszabala@gmail.com

(*) Docente universitario.

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