Me pregunto si tantos tapabocas terminarán por tallarnos indeleblemente las marcas del elástico que los sostiene sobre las mejillas. Si nuestro lugar en la historia consistirá en ser recordados como la generación sin rostro y con la sonrisa cubierta. Si acaso nos espera un futuro de bioseguridad y libre de contacto y si lo subsiguiente será resignarnos a estar aburridos, aunque muy sanos, eso sí. Si aquello que hoy creemos transitorio habrá de tornarse definitivo y si el resto de nuestra existencia lo soportaremos enmascarados.
Imagino un mundo sin controles de temperatura, sin aforos limitados y sin registros de ingresos o salidas a cuanto entorno cerrado intentemos acceder. Comienzo a rememorar cómo será aquello de consultar una carta de restaurante en físico en lugar del ahora casi generalizado “escaneo del código QR”. Anhelo la hora en que especificar cédula, dirección, teléfono y condición física ya no sea requisito. Sueño con que dejemos de ser potenciales propagadores y así cesemos de mirarnos cual si fuéramos de entrada sospechosos por asintomáticos. Ruego al porvenir que el presente tránsito finalice y que así el primer mandatario quede al fin desprovisto de excusas para sobrecargarnos de alocuciones oportunistas.
Sueño con un ambiente algo menos asquiento. Menos temeroso. Menos parecido a aquel que los testigos de Jehová llevan más de un siglo pronosticando sin que les creamos. Me figuro cómo será para los más jóvenes eso de estar creciendo en esta virtualidad forzosa. Qué clase de recuerdos tendrán los que hoy tienen cinco años de sus días iniciales en la Tierra, a merced de nuestra fragilidad, como nunca antes ninguno de quienes hoy existe recordaba haberse sentido. Anhelo el día en que los términos ‘reinvención’, ‘reactivación’, ‘nueva normalidad’, ‘nueva realidad’, “aplanar la curva”, ‘protocolos’ y ‘distancia social’ caduquen. Ansío que llegue la tan celebrada “inmunidad de rebaño”, que los ‘conspiranoicos’ estemos equivocados y que la aguardada vacuna sea sólo una vacuna y no un arma bioquímica para dominar a la especie entera.
Salgo y veo a los demás. Van con media cara escondida y renuentes a cualquier forma de proximidad. Toco un billete y me cuestiono si vendrá infectado. ‘Moqueo’ un poco y se me despiertan deseos de ir a Urgencias. Llego a mi casa y me fumigo en alcohol, temeroso de que la infección me habite. Busco consuelo suponiendo que al cabo eso de las videollamadas y el tal ‘teletrabajo’ en algo nos facilitan el trámite diario. Me interrogo, entonces, si acaso las cosas tienen un propósito y si aquello que nos ocurre tendrá, quizás, un determinado propósito cósmico más allá de atender a los embelecos del azar.
Procuro tranquilizarme. Convencerme de la caducidad inherente incluso a casi todo cuanto parece eterno. Apelar a las reservas de nostalgias aún recientes que nos quedan de un entorno no tan amenazado y por tanto menos asustadizo. Ese mismo que habitábamos —o que creíamos habitar— sólo unos meses atrás, antes de que este simulacro de apocalipsis se iniciara. Aventuro respuestas, suponiendo que un día el planeta será como lo conocimos. Me planteo entonces si acaso disponemos de algo distinto que hacer distinto a resignarnos y sobrevivir, e invariablemente regreso al mismo dictamen: no hay cómo hacerle berrinches a la naturaleza. Decido no pensarlo más y me apresto de nuevo a recibir esta lección diaria de vulnerabilidad que la fortuna quiso prepararnos, sin haberla pedido.