Tristísima noticia. La casa situada en la esquina nororiental de la calle 54 con carrera Séptima, hasta hace poco ocupada por la panadería Pan Fino y hoy vacía, ya ha iniciado su tránsito hacia una demolición. Sobra imaginarse el esperpento que pretenden levantar sobre las ruinas del que hoy es uno de los pocos rastros aún existentes del vecindario de antaño. Al mirar la fotografía de la casona contrastada con el render del reemplazo proyectado, un montón de indignados protestamos. ¿Por qué seguimos repitiéndonos en el error? ¿No hay nadie interesado en frenar semejantes infamias? ¿No se trataba, pues, de un inmueble consagrado por decreto a la conservación?
Los señalamientos, con distintos destinatarios, surgieron de múltiples flancos. Unos apuntaban a las curadurías urbanas. Otros al Instituto Distrital de Patrimonio Cultural, cuando no a la alcaldía. Llovieron imágenes de propiedades condenadas al mismo futuro. Entre estas la de la casa donde por años operó el restaurante Pozzetto, obra de Vicente Nasi. También una bien conocida por los vecinos de El Nogal, antes sede de La Fragata y hoy “llamada al derribo”, tal como lo atestigua la placa firmada por Ruth Cubillos Salamanca, de la curaduría 1. Para comenzar una precisión: muchos de los bienes considerados dignos de preservación por la oficialidad obtuvieron esa declaratoria hace casi veinte años, mediante el decreto 606 de 2001. Una buena cantidad, entre estos el que motiva estas líneas, terminó excluida de la selección. Si bien la lista ha aumentado, aún hay un sinnúmero de edificaciones desvalidas.
El Instituto Distrital de Patrimonio Cultural sólo puede, pues, pronunciarse en relación con aquellos inmuebles cubiertos por dicha declaratoria. Impedidos de reaccionar, el asunto salta a las curadurías, entes que si bien se rigen por planes de ordenamiento inamovibles, poco interés parecen desplegar en ‘curar’, aunque sí muchísimo en favorecer a urbanizadores con evidente mal gusto. Si alguna culpa puede endilgarse entonces al mencionado IDPC —y de varias administraciones atrás— tal vez esa sea la de no haber promovido una actualización del inventario de edificaciones blindadas. Pero eso ya no se hizo y ahora sólo nos resta pronunciarnos y orar. Ninguno de los dolientes, que se sepa, cuenta con el dinero para asumir la ‘custodia’ de predio y hacerlo nuestro.
La casa, sobra mencionarlo, tiene un propietario, cuando no varios. En muchas ocasiones esta condición de ‘bien de interés cultural’ se convierte en una férula que impide a los dueños comerciar con lo que les pertenece. Los auxilios a quienes caen en esa ‘lotería patrimonial’ resultan, claramente, insuficientes. De ahí que muchos —no es este el caso— decidan dejar que estas viviendas colosales se derrumben solas para alegar amenaza de ruina y así demoler sin perjuicio. O para, también ocurre, solicitar que una determinada propiedad salga al fin de esa categoría, según algunos más ignominiosa que honrosa. Como sea, difícil discutir los enormes vacíos en materia de protección al patrimonio, evidentes en circunstancias como esta. Pero más lamentable todavía saber que el destino de dicho patrimonio se mantiene a expensas de los caprichos de la voracidad disfrazada de urbanismo. Que sea esta una oportunidad de convocar a la ciudadanía y a los organismos competentes —o incompetentes, si es el caso— para buscar la manera de construir entre todos una nueva ruta de bienes patrimoniales que acaso contribuya en algo a no seguir pisoteando nuestra dignidad.