La teoría de la posmodernidad explica que la identidad de un individuo es una construcción múltiple y dinámica, pues se configura a partir de las relaciones que establece en los diferentes escenarios en que se desenvuelve.
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La pandemia ha generado cambios inmediatos que ha alterado las formas de socialización, propiciando un “nuevo estado de las cosas” al que se ha dado el rótulo de “nueva normalidad”. La expresión se ha posicionado en el discurso colectivo, estableciendo una relación irracional entre la pandemia, el confinamiento y sus efectos en la vida de las personas, con la duración del año 2020. Se piensa, sin justificación alguna, que en el próximo año, por algún artilugio inmediato e inexplicable, todo volverá a funcionar, exactamente como sucedía antes del 20 de marzo.
Eso no se ajusta a la realidad. Por ningún lado.
Lo que sí es cierto, es que la actual coyuntura ha puesto a las diferentes esferas de la acción gubernamental, a preguntarse por la sostenibilidad del sistema, en todos los escenarios. La única respuesta que se intentó es la de la producción económica. Ese replanteamiento ha recibió el rótulo genérico de “nueva normalidad”, mediante su uso se pretende explicar que la situación es inevitable y que la adaptación de cada persona debe ser inmediata.
Al considerar cuál deba ser la participación individual en el proceso de reactivación económica, cada individuo colombiano debe pensarse en sus relaciones, por lo menos, en cuatro escenarios:
El primero es el de la ocupación. Después de años manejando un discurso oficial que invisibiliza la precariedad del empleo, el salario y la seguridad laboral, el colombiano de a pie sufre las consecuencias de “trabajar en lo que sea” (subempleo y pséudoempleo), aceptando condiciones de contratación que violan los mínimos legales y hasta el sentido común. Está claro que esas condiciones no dependen de los trabajadores, sino que son impuestas por los empleadores, pero son avaladas por el gobierno, que debería ser el árbitro que empareje esas cargas.
Por años se ha repetido que si los obreros tienen mayores ingresos, el consumo aumenta proporcionalmente, pero eso no ha sido entendido por los empresarios y sus socios estratégicos, quienes se han arrogado los puestos en el gobierno. Han legislado para sí mismos, sin tener en cuenta que necesitan de los demás. Nada que hacer. La nueva normalidad esta línea va de picos a valles de contagio, días sin IVA y las escaramuzas que corresponden a cada trabajador para no perder su puesto de trabajo, vender bienes y servicios, sin contagiarse en el intento.
El segundo es el de la salud. Mantenerse sano, no contraer el virus, del que no hay vacuna y cuando la fabriquen no la van a vender a Colombia, pues no es un cliente estratégico; no dejarse pillar enfermo, aunque la mitad de los que ingresan a las U.C.I. se curan (es decir que la mitad muere); así como no contraer ninguna otra enfermedad, porque no lo van a atender, gracias a la emergencia sanitaria a la que están sometidos los centros de atención en salud; lo que antes se llamaba “paseo de la muerte” ha sido reemplazado por una especie de “llamada en espera de la muerte”. Si antes la atención era deficiente y complicada, ahora no hay ninguna. En esa nueva normalidad un dolor de muela, una infección o una uña encarnada son problemas terribles para quien no cuente con los recursos, pues solo se pueden atender por parte de facultativos privados, a precios por fuera de la cobertura de las E.P.S.
En una contradicción conceptual el personal que trabaja por la salud de los demás. Se ha convertido simultáneamente, en héroes y villanos de la misma película. En la tierra de los que golpean a las médicas y enfermeras vecinas por la noche y al otro día, ponderan en los medios la importancia de su trabajo. Nuevamente el gobierno se ha mostrado flojo a la hora de atender la situación, pues, más que el minuto de silencio en los partidos de fútbol, no sea han mejorado infraestructuras, sistemas de contratación, salarios y asignación de recursos estatales para estos trabajadores. Se repartió un bono, pero quedó en el aire la sensación de que no fue para todos los que lo merecían y que lo recibieron aquellos a quienes no les correspondía.
Todavía falta ver las consecuencias de las aperturas graduales y progresivas, las multitudes para comprar y las actividades decembrinas. Están por fuera de todo cálculo posible.
El tercero es la educación. El cierre de jardines, colegios y universidades requirió una de las adaptaciones más complejas. Los padres y cuidadores han vivido experiencias que van desde las vacaciones en familia, pasando por la violencia, la desintegración familiar y todas las situaciones que se han derivado en la convivencia ininterrumpida. En el otro extremo están los docentes, a los que el país considera en vacaciones desde marzo, pero que viven realidades tan complicadas como los problemas de conectividad propios y de los estudiantes, la exacerbación de la carga laboral por las clases virtuales y por las reuniones sin límite de tiempo. Las instituciones educativas privadas, fieles a su espíritu empresarial, han sobreexplotado a cada individuo docente, manteniendo intactos sus principios de escatimar los salarios, más allá de lo posible, endilgar cuanta función se les ha ido ocurriendo y, la más dolorosa en la nueva normalidad, la inestabilidad laboral.
Algunas realidades han complicado este escenario: se impuso la promoción automática, a disgusto de los docentes, por decreto presidencial y resolución ministerial; sus consecuencias van a ser más complicadas que las del decreto 230 de 2006 en sus seis añitos de vigencia, pero en el discurso oficial, las deficiencias de cada estudiante habrán de suplirse en el 2021. Lo que no parecen haber entendido es que el 2.021 se va a parecer más al 2.020 que al 2019, es decir que durante el año que sigue, incluso hasta mitad del 2023 no será posible encontrar las condiciones para repoblar los establecimientos educativos como antes del mes de marzo. Mientras tanto, habrá que resolver el asunto del hacinamiento escolar, habrá que replantear la norma técnica, el “parámetro” para conformar cursos, nombrar y establecer horarios; el número de estudiantes por salón deberá reformarse, atendiendo por la fuerza, lo que los profesores llevan años argumentando desde la razón. ¿Y si esa reducción en el número de estudiantes por curso mejora la calidad de la educación?
Si bien es cierto que a los docentes los obligarán a presentarse en los colegios en las primeras semanas de 2021, también es cierto que los niveles de contagio y mortalidad serán impresionantes. La ministra, los gobernadores y los alcaldes se han puesto una venda y, efectivamente, van presurosos hacia el abismo. Diría Pascal.
El cuarto aspecto es el de la seguridad. Para nadie es un secreto que si las personas no tienen alimento, si no pueden trabajar para conseguirlo y si no encuentran maneras legales de hacerlo acudirán al crimen y a la violencia para conseguirlo. Colombia lleva años conviviendo con una clase social delictiva, que con la anuencia de las autoridades (todos saben dónde venden tal cosa, robada), completa las cadenas productivas desde la ilegalidad. El hurto de celulares y de vehículos son ejemplos ruidosos de las ventajas que obtiene el comercio, del ejercicio de este renglón de la economía. Es vergonzoso, pero real.
Para el final de año, cada persona quiere estrenar, brindar, cenar, viajar y regalar; incluso lo que no han contado con continuidad laboral. Resulta incuestionable el recrudecimiento del hurto, del asalto, del fleteo en lo que queda de éste año. El panorama se ensombrece más, cuando se atiende al actuar de la fuerza pública, que ha mostrado una cara que se mantenía fuera de los reflectores. Los ataques de la Policía y el Ejército contra la ciudadanía, a palo, a puños, a bala, electrocutando que han terminado en asesinatos registrados por la cámara de algún transeúnte, no han logrado que el agente o el soldado violento se modere, sino que, al contrario, miran y hablan directamente a la cámara, mientras continúan sus ataques, dejan claro en manos de quién está el pueblo colombiano ante la inminente escalada de la violencia. En este aspecto, tampoco hay acciones del gobierno que muestren capacidad para hacer frente a la situación y cambiarla. Al contrario, el ministro de las armas declara que estos agentes violentos del Estado son las víctimas.
En este diciembre, a Colombia le sobran rateros. Tristemente y a sabiendas, a los colombianos no hay gobierno que les garantice seguridad.
Con esas cuatro esferas, como ejemplo, el individuo concreto, el que tiene que vivir la “nueva normalidad” piensa, razona, interprete y se cuestiona. Nadie le responde si el afán de mover la economía sin atender la complejidad de problemas que presenta esta sociedad, no ahora, ni por la pandemia, ni por el confinamiento, no resultará peor. Si ese ejercicio de poder, sin resolver los asuntos de fondo revela la fragilidad de un Estado que quedó al descubierto ante los intempestivos cambios.
Por: Julio Andrés Arévalo / Docente